Desde París

Una vida con tapabocas obligatorios y temperaturas que abrazan los 40 grados de calor en París, así empezó la semana en la capital francesa. ”Nunc suffocans” (momento asfixiante), dice un señor, en Latín, en pleno ascenso de la colina de Montmartre. Hay que tener buenos pulmones y una fe muy arraigada para animarse a llegar hasta la balística del Sagrado Corazón, una de las zonas de París donde, a partir de este lunes, el tapabocas es una obligación. La medida corre también en zonas céntricas y en segmentos muy transitados de las orillas del Sena. Si París respira belleza, en estos días tiene la respiración accidentada, el paso lento y la transpiración abundante. Llevar encima el simple peso de una baguette es ya una osadía y pedalear por los corredores ciclables lo eleva a uno a una suerte de dimensión mística de la existencia. Caminar es como trabajar en una mina de carbón.

Durante algunos días no habrá multas para quienes no se pongan el tapabocas sino “pedagogía, luego se aplicará la multa de 135 euros”, explica Nicolas Nordman, el adjunto a la seguridad de la Municipalidad de París. Del distrito 1 al 20, casi todos estos barrios están concernidos por “zonas tapabocas” donde se da la concentración de transeúntes más densa. La sofocación del calor aunada a la de las máscaras trae otra, esta vez económica. El costo mensual de los tapabocas es altísimo. Se calcula, en Francia, que para una familia de 4 personas se gastan unos 250 euros por mes. El presupuesto máscara de Página/12, para una sola persona, fue el mes pasado de 98 euros. Con esta nueva imposición el gasto será más importante.

Vendedor de oxígeno ambulante sería un buen negocio en estos días. Los parisinos andan con una mezcla de sufrimiento, ahogo y buen humor por la inhabitual extensión de los días soleados. Y la ciudad, en sí, tiene una pátina setentista, es decir, una época en la que las cosas se movían aún en una escala humana, sin tropeles de turistas, centros comerciales, policías en todas partes, guardaespaldas privados y una electrizante y agresiva tentación de consumo. Más modesta, lenta, vacía, bella y humana. La pandemia ha dejado a la capital en un estado de dulce convalecencia, con códigos que van cambiando lentamente. Ayer, en la Rue Saint Antoine, dos señoras le trajeron dos botellas de agua a un sin techo que vivía en la calle y una pareja muy joven le preguntó si quería un café y una medialuna. Michel –así se llama—comentaba a Página/12 que ”entre el confinamiento y ahora, siento que la gente me ve. Antes pasaban como si fuera una sombra. Ya no. Se dan cuenta de que existo, de que estoy en la calle”.

La municipalidad y el Estado reforzaron las medidas de protección no sólo por el incremento constante de la infección sino, también, por la indisciplina. En los últimos días descubrieron restaurantes abarrotados con puertas cerradas y fiestas con centenas y centenas de personas. El virus, luego de frenarse, vuelve a propagarse y las autoridades están convencidas de que “una segunda ola es altamente probable”, según explica la DGS, Dirección general de la salud. Entre el jueves y el viernes siete de agosto se censaron 2288 nuevas contaminaciones contra 1604 entre miércoles y jueves. La DGS constata que estas cifras “confirman una circulación más activa del virus en el conjunto del territorio, en particular entre los jóvenes adultos”. En total, en el curso de una semana se registraron 9330 casos. 

Cabe recordar que el tapabocas es obligatorio en todos los lugares públicos desde el pasado 20 de julio, pero es la primera vez que se extiende esa urgencia a la misma calle. La gente acepta la imposición lentamente. En las zonas del Marais donde el tapabocas es una necesidad apenas una cuarta parte de los transeúntes lo llevaba puesto. Los ciclistas, monarcas urbanos de todas las incivilidades posibles (semáforos, pasos peatonales, contramano, exceso de velocidad, agresividad, no respetan nada ni a nadie), prácticamente ninguno. Mucha gente, es cierto, no había entendido bien en qué lugares era obligatorio y en cuáles no. A otros, con este calor, les parecía imposible agregar “la máscara de la tortura”, como decía una señora en la Rue Rambuteau. Otros peatones llevaban la máscara, pero con una función decorativa. Se la ponen alrededor del cuello, envuelta en el codo, en la muñeca. Es más un objeto moda (los hay de todos los decorados y precios, hasta 100 euros por una máscara “tendencia) que una protección. El asunto es, por otra parte, confuso. La obligatoriedad fue definida no por barrios completos sino por calles. Así, uno puede ir con tapabocas por la Rue Montorgueil (peatonal) o la Rue de Bretagne, y luego doblar por la Rue Tiquetonne, la Rue des Petits-Carreaux (peatonal) o la Rue Etienne Marcel y ya no es más una imposición. Falta un mapa-máscara de París para entender los trazados y salvarse de la multa.

Piratas del París-Caribe son los transeúntes: enmascarados, agotados, navegando por una ciudad de arquitectura de invierno con temperaturas caribeñas. Han desaparecido los runners urbanos y pasan algunos ciclistas avanzando penosamente. Y están los raudos privilegiados, los que pueden pagarse un monopatín eléctrico (entre 1000 y 2500 euros) o una bicicleta eléctrica (entre 3000 y 5000 euros). La moda se adapta a las catástrofes. Hay máscaras de moda, bicicletas de moda y monopatines de moda. El equipo-moda “post confinamiento”, en suma. Pronto, muy pronto se venderá el “mapa de las calles máscaras” y, tal vez, como se trata de un momento dramático pero pasajero de la historia, dentro de algunos años ese mapa de las calles con tapabocas valdrá muchos miles de euros en una subasta. Ese trazado contará un París efímero, muy vacío, azotado por el sol y amenazado por la pandemia.

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