La primera edición del Cosquín Rock en formato online e interactivo abrió algunos panoramas, y generó más preguntas de las que un simple evento puede resolver.
Estamos en un contexto inesperado, en el que tantas actividades se reconvierten a lo digital por obligación y no por conveniencia. Lo que surge es qué pasa con los artistas de la grilla una vez que entran en acción, en un terreno conocido como el de un escenario, pero frente a un camino inexplorado como el de la virtualidad. En cualquier caso, ¿cómo afecta esa virtualidad al público?
Más allá de la buena calidad técnica audiovisual que pudo alcanzarse para una emisión online y en directo, hay un factor de contacto que inevitablemente se pierde si el artista no lo busca. Y si una de las razones más poderosas por las que alguien se hace músico es la de presentarse físicamente frente a otros, el ambiente digital es sólo una solución ficticia para un problema real. Casi como en las reuniones por Zoom. Algo hay que hacer para romper esa barrera.
Por otro lado, el Cosquín Rock original ya no es un festival pensado estrictamente para gente joven. Sus artistas de cabecera, los tradicionales corta-tickets, habían extendido su influencia entre generaciones anteriores. Eso sí: de un tiempo a esta parte el festival actualizó su propuesta e incluyó a muchos artistas con nuevos lenguajes sobre el escenario secundario, creando una suerte de polo juvenil espontáneo.
A niveles de programa, la inclusión del factor "joven" a esta edición digital fue moderada, sutil. Aunque no marginal, porque dos propuestas del ámbito joven, como Louta y Trueno, ocuparon puestos de cierre.
De hecho, la performance de Louta fue de lo más logrado. Si las cámaras son la única ventana de conexión con los espectadores, la búsqueda de primeros planos faciales fue la llave para crear un clima de intimidad efectiva. Así, el espectador no es un simple voyeur vip, es además parte del mensaje que se construye en ese tiempo y lugar.
Trueno, más apoyado en la energía, fue también por ese carril. Acaso con la naturalidad de una generación que no ve nada extraño en comunicar desde el primer plano de una cámara.
El formato de este Cosquín, único para lo que se había visto hasta ahora en el país, presentó toques de interactividad. Era posible elegir qué cámara ver dentro de cada escenario, chatear o votar en encuestas. Sin embargo, la persistencia de grillas con horarios y la imposibilidad de acceder a shows pasados lo acercaron más a una propuesta de broadcasting televisivo que a una on demand.
Urge entonces la pregunta por el streaming: ¿vale la pena tomar los riesgos del vivo si lo que se presenta es un set empaquetado de unos pocos temas, captado por cámaras? Despojar al vivo de su frescura diferencial, ¿no lo vuelve algo infértil?
Poder volver a juntar músicos en una misma sala y mostrarlos al público no solamente es buena noticia para los artistas, lo es también para los demás trabajadores de una industria que sufre mucho las consecuencias del aislamiento. En ese aspecto, el Cosquín Rock online se puso al hombro una tarea inequívoca.
Pero la experiencia de los usuarios todavía deja mucho por desmalezar: la naturaleza de la obra cambia, y con ella las leyes de su interpretación.
Si la percepción del arte es un hecho social, habrá que establecer nuevos contratos en la fabricación del vivo. Músicos, productores y audiencia van a tener que reeducarse para que no se diluya la espiritualidad del acto en directo.
Tal vez en poco tiempo este problema se esfume y la nueva normalidad se parezca más a la vieja. Pero quizás no. Entonces valdrá la pena seguir pensando en cómo reconvertir un acto de fe colectiva en una sensación streameable.