Había una vez, en un siglo veinte ya veinte años lejano, unos señores que escribían. Se llamaban escritores. Escribían más que nada cuentos, porque eran fáciles de publicar y de cobrar en las muchas revistas que circulaban entonces; escribían también muchas cartas, alguna que otra novela, poemas póstumos, reseñas, ensayos, diatribas, brulotes, listas de compras y lo que era más importante: decálogos del buen cuentista. Eran listas de diez mandamientos que prefiguraban el deber ser de la obra en género cuento. El primero siempre decía que un cuento debe tener principio, medio y fin. O mejor dicho, presentación, nudo y desenlace. Era la trinidad de los cuentos que se portaban bien.
Un cuento además, si quería ser tomado en serio como verdadera obra literaria, no podía distraerse y desviarse de lo que estaba contando, ni tampoco narrar sucesos ajenos al pequeño mundo de sus personajes. Y los cuentos se aburrían pero se la aguantaban. Se suponía que el único aburrimiento que importaba era el de los señores lectores y las señoras lectoras. Los mandamientos del decálogo del buen cuentista siguieron repitiéndose en los talleres literarios, que se llamaban así porque arreglaban cuentos rotos, por ejemplo: agregaban el final que faltaba o ajustaban un nudo flojo.
Los Cuentos rayados, de la escritora y periodista Laura Vilche (Rosario, 1965), que con ilustraciones del dibujante y animador Miguel Mazza (Rosario, 1985) acaba de publicar la editorial rosarina significativamente denominada Libros Silvestres (hay un programa estético implícito en ese nombre, un programa se va desplegando en ese catálogo) no cumplen siempre con aquella normativa modernista porque son cuentos traviesos. Es decir, estructuralmente traviesos y lúdicos: son cuentos que juegan, ya desde la forma misma y también con el lenguaje. Burlan deliberadamente las reglas formales del siglo pasado, y también algunas normas morales (dicen "malas" palabras, como "culo", que aquí es el nombre de un ratón), pero sin embargo expresan decididamente una ética.
Toda ética es política y los cuentos de Vilche, como Hamlet, se hacen los zonzos o locos para traer de contrabando al mundo del cuento infantil y juvenil algunas verdades que es preciso hacer escuchar. Estos cuentos no son modernos sino de ahora y un poco también de todas las épocas: en su deliberada deformidad parecen un poco leyendas o parábolas, un poco chistes o bromas, un poco sueños y, mucho, juegos. Se pliegan al animismo infantil y personifican animales o cosas con una sensibilidad muy necesaria en estos tiempos, compasiva hacia todos los seres deseantes, inclusiva aún de los invisibles, inventados o por inventarse (como las cutulunias que hacen cosquillas, simpáticos monstruos sin lo siniestro de las mancuspias de Cortázar). Sus personajes son tozudos, repiten sus manías, no cambian y no siempre hacen el arco que exige el decálogo (en la jerga de los teóricos literarios de antes, desde Aristóteles a esta parte, un arco era, o mejor dicho sigue siendo, el trayecto de transformación del personaje).
Así, entre la coneja que roba zapatillas de las carpas y los ratones que viven una vida sin acontecimientos (pero narrada de un modo muy divertido), aparece un perro que no es sordo sino perra, que no responde hasta no oír la "a" del género femenino del nombre; o un chico que se alegra al recibir un regalo supuestamente equivocado pero que es el correcto al coincidir con el deseo y no con la heteronormalidad binaria de los géneros.
"Setenta balcones y una bici fugitiva", el más bello de los quince relatos aquí reunidos, es uno que abre intertextos entre un célebre poema de Baldomero Fernández Moreno, el paisaje urbano y una bicicleta consciente, haciéndose cargo de la figura de la bicicleta como símbolo local articulador entre militancia social, arte político y comunidad. Las huellas de la bici fugitiva son interpretadas como "dibujos mágicos y de autor desconocido" por una niñez que los ve como "perfectos para llenar de color". Al leerlo, viene un recuerdo de la propia infancia: los cuentos de Elsa Isabel Bornemann.
Es un gesto lúdico, estético y político decolonial el juego de la autora con el lenguaje. En cada cuento se dedica a rescatar refranes y coloquialismos locales de ayer y de hoy que se van perdiendo a causa de la homogeneización mediática y la globalización editorial. Hasta juega a inventar un diccionario donde a aquellas palabras graciosas de las bisabuelas se les asignan significados nuevos. "Pavote, papanatas, dejen de jorobar", conviven con "pichichos, ¡pucha!, nene, nena, chocha" (en el sentido de "contenta"). En resumen, acá está ese libro "piola" que a mamis, papis y tíes cuesta tanto encontrar.