Después de participaciones en ER Emergencias, CSI y otras series de la época, Dakota Fanning tenía para elegir entre dos papeles: la niña de la casa en una nueva sitcom familiar, o la hija de un hombre con retraso mental y una homeless que los abandona al parir, en un drama escrito y dirigido por una mujer. Esta opción, la inolvidable Mi nombre es Sam (2001), de Jessie Nelson, no era un salto al vacío –protagonizan Sean Penn y Michelle Pfeiffer–, pero para tener seis años fue todo un despunte de audacia. El papel en cuestión no era tácito, el trofeo triste en disputa, sino todo un personaje con influencia y guión: una nena que se vincula naturalmente con personas con discapacidad, que nota cuando empieza a superar en intelecto al padre, que siente la diferencia con los otros padres, y con todo quiere seguir creciendo con él. El trabajo fue asombroso, y el resto de su infancia—la familia se mudó de Georgia a Los Ángeles alentados por una maestra–, Dakota Fanning fue la hija pequeña predilecta de Hollywood.
Niña con personalidad y tesoro que proteger a la vez. Asmática víctima de secuestro en Atrapada (2002), un thriller con Kevin Bacon; demasiado rígida para su edad en la comedia Pequeñas grandes amigas con Brittany Murphy (2003); de vuelta secuestrada en la mega taquillera Hombre en llamas (2004), donde después de mucho sufrimiento corre a los brazos de Denzel Washington. Entre las pocas veces que cambió el color de pelo, a los diez años en la tenebrosa Mente siniestra (2005): traumada después de ver a la madre muerta en la bañera, empieza a comunicarse con un fantasma para desesperación de padre Robert De Niro. “Creo que todos coincidimos en que tiene un don extraordinario, que por suerte no cuestiona ni sabe cómo explicar. No es consciente de su talento, de lo rápido que entiende la situación en una secuencia, mide cómo reaccionaría en la vida real y dice la verdad cada vez que digo 'acción'”, decía Steven Spielberg sentado junto a Tom Cruise durante la promoción de Guerra de los mundos (2005).
El quiebre lo hizo otro drama escrito y dirigido por una mujer, Deborah Kampmeier. En Hounddog (2007), su primer protagónico en serio, Dakota interpreta a una nena de su edad, doce años, en la Alabama rural de 1956. El padre alcohólico, la madre no está, la abuela se hace responsable sin ternura. Ella solo quiere crecer. Despeinada, con sus vestidos viejos, vive descalza en zona de serpientes. Se sabe todos los temas de Elvis –hace imitaciones geniales–, pero los vecinos le enseñan con su tremenda banda unplugged el verdadero origen del blues. Es una película perfecta, y su actuación, de una crudeza apabullante que incomodó. Se dijo: error. Innecesario. Explotación. Cómo pueden los padres. Porque a la nena la violan y la escena no es elusiva. Dakota inmutable: “Se llama actuar”, respondía.
Son tantas las películas que no se puede enumerar. 20 años sin parar y ni una aparición en la prensa amarilla. Todo lo que necesitó saber sobre la vida rockstar se lo dio el papel de Cherie Currie en The Runaways (2010), la historia del grupo de Joan Jett que compartió tan bien con Kristen Stewart. ¿Romance prohibido, avión privado, paparazzis? La biográfica Amor en el ocaso con Susan Sarandon (2013), sobre la celebrity de la edad de oro de Hollywood, Errol Flynn. Al no ser un espacio conquistado sino habitado paso a paso, el lugar de Dakota en el cine hoy es tan esencial como periférico, según sus elecciones; y salvo actuaciones anecdóticas en la saga Crepúsculo, Ocean's 8, o la tremenda escena en Érase una vez en Hollywood, todos sus personajes han sido protagónicos, en películas más o menos comerciales pero siempre peculiares y sensibles. Verla es confortante, y aunque no sean historias muy enrevesadas, su presencia otorga carácter y profundidad, como a los cuentos de amor Ahora y siempre (2012) o la sensual Muy buenas chicas (2013). Su mirada es matadora, su registro ya vasto y apenas tiene 25 años. Podría sostener una cámara encendida infinitamente, pero Dakota siempre supo cortar. Ese es su secreto. Y no separarse de donde no es necesario, como de hoteles o mesas de comidas con el resto del equipo. Así contaba de ella Kelly Reichardt, directora de Night Moves (2013), sobre tres ambientalistas que planean volar una represa. También que no ensaya ni habla de su método.
Dakota es perfecta en personajes con trastornos de la comunicación. Tartamudez en Pastoral americana (2016), el denso debut como director de Ewan McGregor; autismo en la buenísima Larga vida y prosperidad (2017). Choques de culturas, familias disfuncionales, pasados oscuros, todo lo resuelve con su calma viva, aunque también sabe actuar grandes crisis de nervios. Queda, entre tantos proyectos imaginables para su capacidad, verla en el musical punk Viena and the Fantomes, y actuar por primera con su hermana –y estrella propia-- Elle, en El Ruiseñor, la adaptación del bestseller de Kristin Hannah que dirigirá Mélanie Laurent. Adaptaciones, otra especialidad. Ahora mismo se estrenó la segunda temporada de El Alienista, la serie de TNT basada en la novela de Caleb Carr (hijo de Lucien), sobre un asesino en serie y la investigación paralela entre la policía y un psicólogo criminal (es Nueva York, 1896). No es su primera vez como dama antigua, pero sí en televisión por cable, y siente la diferencia de cercanía con el público: se sorprende con el fanart de su personaje, Sara Howard, la primera mujer empleada de la policía, que hace alianza secreta con el psicólogo. Con una ambientación impecable, en términos de guión la serie es televisiva y va por la verosimilitud, y en ese sentido el papel le queda chico. Pero en la segunda temporada, Ángel de la Oscuridad –sobre bebés robados, transcurre en pleno movimiento sufragista-- la cosa cambia: Sara no es presentada de espaldas cuando el conflicto ya está en la mesa, sino conduciendo su propio estudio y carruaje. Y no, no solo subir y bajar: se la ve llevar al zaino al galope por las calles llenas de gente. Una consigna más para su tranquilidad envidiable; algo más que Dakota Fanning aprende en la vida antes de todo lo famosa que será, buscando solo hacer oficio, nada más que actuar.