Las relaciones de las distintas sociedades con el cielo variaron a lo largo de la historia. No obstante, también en un mismo contexto pueden convivir múltiples enfoques: mientras en las grandes ciudades las nuevas tecnologías limitan las posibilidades humanas de conexión con la naturaleza y el ambiente, los pueblos originarios establecen complejas relaciones con el universo. Alejandro López es astrónomo, antropólogo e investigador adjunto del Conicet en el Instituto de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Desde 1999, estudia los modos en que los grupos indígenas chaqueños se vinculan, piensan y construyen ideas sobre el cielo. En esta oportunidad, explica la necesidad de estudios interdisciplinarios a partir del diálogo entre las ciencias sociales y naturales, discute acerca del modo en que las poblaciones indígenas y los porteños piensan el mundo celeste, y promueve el gusto de los niños por los fenómenos del universo, entre tanta pantalla y estímulo tecnológico.
–Desde pequeño acostumbraba a mirar el cielo con un telescopio...
–Sí, desde chico me interesaron las ciencias sociales y las naturales, y una de las actividades que más me apasionaba era observar el cielo. Tuve unos binoculares y después un telescopio. Cuando pasó el cometa Halley, en 1986, tenía 15 años y desde el museo municipal de Moreno (Buenos Aires), organizamos un pequeño evento para que todos pudieran observarlo.
–¿Y qué recuerda?
–Que no se observó en toda su belleza porque estuvo muy nublado. De cualquier manera, logré que todos los vecinos de la zona pudieran apreciarlo, así que marché satisfecho.
–Usted se licenció en Astronomía (UNLP) y realizó un doctorado en Antropología (UBA). ¿Qué tienen en común?
–Cuando empecé la universidad elegí Astronomía porque me atraían un montón de temáticas, como la matemática y la física. Sin embargo, hacia la mitad de la carrera comencé a notar que me sentía incómodo, algo me inquietaba. Necesitaba un terreno intermedio que fuera capaz de nuclear mi interés por el universo pero también por las ciencias sociales.
–Así se orientó hacia la “astronomía cultural”. ¿A qué se refiere?
–Es un término que se utiliza desde la década de los noventa para describir una serie de estudios interdisciplinarios que intentan pensar a la astronomía como un producto sociocultural. Esto puede realizarse a través de diversas aproximaciones: la “arqueoastronomía” cuyo abordaje parte del empleo de las técnicas de la arqueología; la “nueva historia de la astronomía” que sostiene una perspectiva más antropológica y sociológica; y, por último, la “etnoastronomía” que pretende explicar las ideas y las prácticas que construyeron las distintas culturas acerca del cielo.
–¿Cómo fue la relación del ser humano con el cielo a lo largo de la historia?
–La primera suposición que debemos deconstruir es que todos los seres humanos miramos el cielo de la misma manera. Por ejemplo, los habitantes de Buenos Aires son mucho más diversos de lo que tendemos a pensar y de lo que el imaginario nacional de alteridades ha tratado de imponer. De este modo, si las prácticas y nuestras ideas respecto al cielo son un producto sociocultural, no es posible que Argentina construya una mirada homogénea. Lo mismo ocurre a lo largo de la historia, pues, también se han desarrollado una multiplicidad de puntos de vista. Sin embargo, en distintos contextos espacio-temporales emergen instituciones que pretenden unificar el discurso.
–Entonces reformulo la pregunta: ¿qué señala el discurso hegemónico sobre el modo en que los seres humanos se relacionaban y se relacionan con el cielo?
–Existe un discurso científico que ubica a la astronomía en un lugar de privilegio, como si tuviera una naturaleza diferente al resto del conocimiento humano. Es decir, como si no fuera el producto de una representación y una construcción colectiva. Sin embargo, todo lo que producimos tiene naturaleza social, incluso, los saberes que en apariencia serían los más científicos y objetivos. La manera de percibir el cielo se monta sobre la división de naturaleza y cultura, característica del pensamiento occidental y coloca a los fenómenos astronómicos en el primero de los grupos. Esto constituye una gran diferencia respecto al modo en que otros grupos sociales pensaron el cielo.
–Se refiere, por caso, a las sociedades americanas que estudia.
–Exacto. Los pueblos originarios de América, en general, desarrollaron una perspectiva sobre el cosmos en su conjunto, es decir, un enfoque “sociocósmico”. Eso implica que el universo estaría habitado por múltiples sociedades humanas y no humanas. Al mismo tiempo, su estructura fundamental estaría modelada por esas sociedades y las relaciones que tejen entre sí. De modo que el cielo podría formar parte de un conocimiento “cosmopolítico”, pues, para las comunidades americanas, las relaciones con el cielo explican los vínculos con otras sociedades que tienen sus propios planes, intereses e ideas de lo que debe ocurrir. Por eso creen fundamental el establecimiento de relaciones diplomáticas con el universo.
–¿Por ejemplo?
–Las relaciones que tejen los mocovíes, en el suroeste del Chaco, con los fenómenos meteorológicos (como el aumento de las precipitaciones) buscan establecer pactos con los seres que detentan el control de esos recursos. Desde aquí, la centralidad de especialistas en cada grupo (los chamanes) que deben conocer la posición de las estrellas y el movimiento de ciertos animales, para poder comunicarse con entidades que tienen presencia en su dinámica social. Esa política a nivel cósmico está integrada a la política de relación con otros grupos humanos. Es decir, los mocovíes cuentan con vecinos humanos y no humanos, con los que necesitan gestar acuerdos.
–El cielo podría observarse como un escenario en el que se producen intensas luchas de poder.
–Es un asunto muy interesante que rebasa al modelo amerindio que describí hasta el momento porque, incluso, en el modo en que Occidente pensó en el cielo también hay lugar para las tensiones y el poder. Tiene que ver con que, de modo corriente, se tiende a creer que lo que ocurre en el cielo sería central en relación a lo que sucede en todo el universo. Por eso las sociedades proyectaron ahí sus convicciones acerca del poder. Incluso, muchas veces el establecimiento de las jerarquías humanas se justifica a partir de las jerarquías en el mundo celeste. La carrera por colocar un hombre en la Luna en plena Guerra Fría es un buen ejemplo al respecto.
–Si afirmara que el cielo es “inclusivo”, ¿usted qué diría?
–Que los seres humanos realizaron enormes esfuerzos para generar accesos diferenciados. Muchos yacimientos arqueológicos permiten observar la disposición de los edificios construidos, que describen –claramente– cómo los grandes fenómenos del universo eran observados desde una ubicación preferencial por un sector privilegiado. En la actualidad, todos podemos ver determinados acontecimientos en el cielo, pero no cualquiera puede viajar a un observatorio y utilizar un telescopio de última generación, por razones técnicas pero también simbólicas.
–¿De qué manera cree que se puede promover el gusto humano por el cielo?
–El progresivo aumento de la población urbanizada hace que nuestra relación con el cielo se haya transformado drásticamente. La iluminación oculta a los astros, los edificios modifican el perfil del horizonte y las luces hacen que la vida se privatice con pantallas interactivas que concentran nuestra atención. Además, la cotidianeidad está mediada por la experiencia televisiva. Muchos niños no tienen idea por dónde sale el sol pero conocen los agujeros negros, porque lo observan en los programas animados. Para recuperar el gusto por el cielo, hay que comenzar por la observación de los astros más amables: la luna y el sol. La idea será fomentar una percepción más cuidadosa que recupere las perspectivas de los pueblos originarios cuya relación con el universo es muchísimo más directa que la nuestra.