El concepto “niño” fue evolucionando a lo largo de la historia de la humanidad y cargó con muy diferentes significados.
En la temprana Edad Media, por ejemplo, cuando se consideraba que el hombre vivía en el pecado, los hijos eran la expresión viviente del mismo, por lo cual eran víctimas de abusos, malos tratos y hasta infanticidio, acción que si bien era pecado no era delito.
Recién a mediados del siglo XX, el niño comienza a ser considerado un sujeto social con pleno derecho.
De todas maneras, "niño" nunca fue un concepto unívoco.
No es lo mismo un niño para la Medicina, que lo interpreta como un cuerpo sobre el cual operar para corregir distorsiones o calmar dolor; que para el Derecho, que lo considera un “inimputable”; que para la Pedagogía, que lo transformará en un “educando”; que para la Psicología Evolutiva, que se ocupará de las etapas cronológicas adecuadas para la adquisición de habilidades, destrezas y conocimientos; o para el Psicoanálisis, para el que todo niño es un sujeto efecto del lenguaje.
No obstante, lo que últimamente llama mi atención, es el surgimiento de lo que podría considerarse una nueva categorización del concepto niño, al que creo que podríamos llamar: el niño en las redes.
Tal vez piensen que estoy hablando del niño conceptualizado por el psicoanálisis, ese que surge “enredado” por el fantasma, las demandas, los deseos de sus padres... pero no, no me refiero a ese pequeño sujeto hablante, sino a alguien que es casi todo lo contrario, uno que no tiene palabra, pero sí imagen y que aparece en muchos posteos del Facebook y de Instagram.
Basta pasear por la redes sociales para notar cómo proliferan influencers, la mayoría de ellos cumpliendo funciones maternales, dedicados a hacer pública su manera de cocinar para que los niños coman sano, de hacer las compras de orgánicos y limpiar verduras para asegurarse de darles lo más natural, de dejar el límite del amamantamiento a gusto del amamantado... que dan, en definitiva, consejos de cómo nutrirlos, cómo educarlos... Todos tienen un saber para compartir, y más allá del enunciado que presenten, asoma la siguiente enunciación: Hemos descubierto que hay que escuchar y respetar la opinión de los chicos (y acá me dan ganas de apelar a Les Luthiers y decir “Sí, los chicos son casi humanos”).
La apelación a este grupo humorístico proviene de que causa cierta gracia, ver a influencers en esa posición de descubridores, cuando la verdad es que, en cuanto a este tema de escuchar a los chicos, atrasan más de medio siglo:
* Ya en 1957 Florencio Escardó instituyó la internación conjunta de madres e hijos en las salas de hospital. En esta nueva pediatría, el niño comenzaba a ser considerado una persona integral, en cuyo diagnóstico y tratamiento debían pesartambién las cuestiones emocionales y afectivas.
* En la década del 60, Eva Giberti escribía su controversial Escuela para Padres, donde ponía el centro de interés en la psiquis del niño. La infancia se convirtió en un terreno a explorar y su desciframiento en una obligación de los padres ayudados por el psicólogo.
* En esa misma década surgieron los primeros colegios que, lejos de posiciones enciclopedistas, comenzaron a poner en práctica nuevas pedagogías, colocando al alumno como centro de su propio proceso de aprendizaje.
A pesar de estos antecedentes, puede comprenderse este sentimiento de estar “descubriendo la infancia”. Tengamos en cuenta que, probablemente muchos, en pleno enamoramiento, pasan por la idea de que nadie ha amado como ellos están amando en ese momento y el impacto del nacimiento de un hijo suele ser tan fuerte como para convencer a cada progenitor de estar experimentando un sentimiento único en el mundo.
No es mi intención explayarme en estas líneas sobre la diferencia que existe entre “escuchar” a un chico y hacer su voluntad. Ni entre escucharlo y dejar en sus manos decisiones que corresponden a los adultos, o sea, desresponsabilizándose. Ni entre escucharlos o “reconocer” en ellos deseos que en realidad corresponden a los padres.
Lo que sí quiero señalar es la enorme contradicción que encuentro en muchos de esos influencers, que demuestran una actitud de excesivo respeto hacia su prole a la hora de impartir opiniones y saberes sobre lo que un niño debe comer para conservar su salud, sobre lo que una madre debe cocinar, sobre cómo y hasta cuándo hay que amamantar y que, por otro lado, no tienen el menor reparo en exhibir a sus hijos en sus redes sociales.
¿Dónde queda el respeto cuando se inundan los posteos con chicos riendo, llorando, protestando, comiendo, durmiendo... o sea, viviendo situaciones que la mayor de las veces deberían quedar en la intimidad? ¿Se les pide permiso?
Que un niño “quiera” aparecer en el posteo de su familia una y otra vez, ¿significa que está otorgando al adulto el derecho a hacerlo? Esta exhibición que borra los límites entro lo público y lo privado, ¿no tendrá consecuencia alguna en su futuro?
Silvia Iturriaga es psicóloga y especialista en asesoramiento a padres.