El 19 de abril de 1913 el automóvil que llevaba a Patrick y Beatrice, los hijos de seis y cuatro años de Isadora Duncan, atravesó la barrera de protección del puente y cayó sobre el río Sena, matando a los niños y a su institutriz. En su sensible autobiografía, Mi vida, la bailarina estadounidense –para muchos, la madre de la danza moderna– escribe que “sólo tenía un deseo: que este horrible accidente se transformara en belleza. La infelicidad era demasiado grande para las lágrimas. No podía llorar. Multitudes de amigos vinieron hacia mí llorando. Una multitud de gente se quedó en el jardín y en la calle llorando, pero yo no lloré, sólo expresé un fuerte deseo: que toda esta gente que había venido a mostrar su compasión vestida de negro pudiera ser transformada en belleza”. La imposibilidad de expresar semejante dolor en palabras o en gestos tendría un corolario creativo ocho años más tarde, cuando Duncan creo la coreografía “Madre” , un baile solitario y lento, pero de gestos expresivos, en el cual la bailarina parece en cierto momento mecer algo o a alguien en sus manos. Ese baile breve, inspirado en uno de los Études del compositor ruso Alexander Nikolayevich Scriabin, es a su vez el origen de Los hijos de Isadora, el cuarto largometraje del realizador francés Damien Manivel, que la plataforma Puentes de cine --creada por la organización de cineastas argentinos PCI-- presentará en calidad de estreno dentro de diez días. Nacido en 1981 en la ciudad portuaria de Brest, bailarín y acróbata circense durante sus años de juventud, Manivel comenzó a desarrollar una carrera detrás de las cámaras con varios cortometrajes, hasta que su primer largo, Un jeune poète (2014), lo transformó en una de las voces más frescas e interesantes del cine francés independiente, además de iniciar un romance con prestigiosos festivales internacionales como Cannes, Venecia y Locarno, donde se estrenarían sus siguientes films: Le parc (2016), La nuit où j'ai nagé (2017) –codirigida junto al japonés Kohei Igarashi– y Les enfants d'Isadora.
“Siempre quise hacer una película sobre la danza y eso, desde luego, está ligado a mi pasado como bailarín”, afirma Damien Manivel en comunicación exclusiva con Radar. “Supongo que esperé a que se diera una oportunidad en la cual pudiera unir lo personal con un proyecto que tuviera alcance amplio, universal. Descubrí la pieza Madre, de Isadora Duncan, casi de casualidad, pero de inmediato supe que allí estaba el material perfecto para escribir el guion de una película”. Antes de tener en sus manos por primera vez la anotación de esa coreografía, plantada en papel en el sistema Labanotation –un formato similar al de una partitura, basado en las investigaciones sobre el movimiento del bailarín Rudolf Laban–, Manivel había comenzado a hacer una serie de improvisaciones con Agathe Bonitzer, la actriz de la primera parte del film, “pero sin tener a Isadora Duncan en la cabeza”, aclara el realizador. “Simplemente nos juntábamos a improvisar en un estudio de danza en París, con ella y una amiga coreógrafa. Fue durante una de esas sesiones, luego de que le pidiera a Agathe que bailara muy lentamente en el piso, que la coreógrafa me dijo que eso se parecía mucho a Madre. No conocía la pieza y fue allí donde me enteré de su existencia y origen: una coreografía para una sola bailarina que Isadora Duncan había creado luego de la muerte de sus hijos. A partir de ese momento, y pensando en el legado de Duncan, comencé a investigar, a leer todo lo que había escrito sobre el baile, su tragedia personal, su vida en general. Realmente me involucré mucho y podría decir que fue esa búsqueda intensa la que terminó transformando un solo de baile en un largometraje”. Dividida claramente en tres segmentos –o etapas, si se prefiere–, Los hijos de Isadora comienza con una bailarina interesada (como Manivel) en la vida de la célebre coreógrafa y, en particular, en esa pieza surgida del dolor más íntimo. El personaje de Agathe funciona como una suerte de alter ego del realizador, una investigadora que intenta darle una nueva vida a esa creación artística del pasado.
Las de Manivel son películas que funcionan como complejas miniaturas. Y no sólo por la duración de entre 70 y 80 minutos que el realizador favorece. En su anterior La nuit où j'ai nagé, una película sin diálogos filmada en una ciudad rural de Japón, un niño de seis años se hace la rata y sale en busca de aventuras, toma un tren hacia el pueblo más cercano y camina por calles nevadas hasta que cae la tarde y no hay posibilidad de regresar a casa. En Le Parc, la primera cita de una joven pareja en un caluroso día de verano da pie a un juego cinematográfico donde las conversaciones, los encuentros con otras personas y un primer beso le dan paso a la noche, momento en el cual las visiones y sonidos cambian radicalmente de signo y permiten recuperar una mirada sobre el mundo más ligada a los sueños que a la vigilia consciente. Ambos largometrajes están disponibles en la plataforma Mubi. En la primera parte de Los hijos de Isadora, la cámara, con un ímpetu por momentos bressoniano, sigue a la joven bailarina cuando visita la biblioteca en busca del libro que la acerque a Isadora, pero también durante sus paseos por un parque cercano o en actividades tan cotidianas como aparentemente banales. Por supuesto, también la acompaña cuando el traje de baile se refleja en los espejos del estudio y los rayos del sol que entran por la ventana iluminan al detalle cada uno de los movimientos de su cuerpo, mientras recuperan los giros y cadencias creadas hace un siglo por Duncan. “En un primer momento lo único que tenía en mente era la imagen de una bailarina en pleno proceso de trabajo alrededor de Madre. El único documento físico que hay sobre la pieza es una puntuación en Labanotation, que puede verse en la película en varios momentos. La idea original era que la película tuviera una historia más lineal, con un único personaje, pero la coreografía me conmovió tanto que caí en la cuenta de que debía ser bailada por mujeres de diferentes edades, con cuerpos e historias personales diversas. Casi como en un experimento, quise filmar a varias mujeres bailando ese solo y ver qué ocurría. Siguiendo ese deseo, fui sumando a diferentes actrices y bailarinas y entonces se decidió que Los hijos de Isadora estaría integrada por tres partes. El concepto es que el personaje de la primera parte le transmite los gestos y los movimientos al de la segunda y ésta a la de última parte. Como si se tratara de una transmisión”.
El pase de Agathe a Manon Carpentier, una adolescente con síndrome de Down que se encuentra ensayando una puesta de Madre se da de manera natural y sin previo aviso. Junto a una coreógrafa, la joven practica cada uno de los movimientos en un salón desierto y la aproximación de Manivel a ese segmento es radicalmente distinto al anterior. Como si se tratara de un documental, la cámara aísla acciones y reacciones, conversaciones específicas y generales, miradas y gestos. Para el realizador, “podría decirse que el estilo de las tres partes es diferente. Pero no pensé demasiado en eso a la hora de filmar, sino más bien en la gente que tenía delante de mí. Manon Carpentier es mucho más energética y se mueve más rápido que los otros dos personajes. Elsa Wolliaston, la protagonista de la tercera parte, se mueve lentamente y en muchos momentos se queda absolutamente quieta. Tuve que adaptarme a esas cuestiones y realmente no me interesaba que el estilo fuera uniforme. Lo importante era tratar de entender cómo filmar a estas mujeres tan diferentes. No me gusta estar en control total de lo que hago y la idea fue recibir algo de las actrices, de las locaciones, de las emociones contendidas en la pieza”. Finalmente, la puesta de Madre tiene lugar en un pequeño teatro, pero la cámara nunca apunta hacia el escenario. El plano que registra las reacciones de los espectadores parece homenajear a Shirin –el film de Abbas Kiarostami formado íntegramente por primeros planos de actrices–, pero aquí los rostros tienen una función transitiva: la cámara se detiene en una anciana negra, quien de allí en más llevará adelante el relato, hasta los títulos de cierre.
El cine de Manivel se cocina a fuego lento y Los hijos de Isadora sólo termina de hacer sentido total hacia el final, cuando el regreso a casa de la espectadora hace girar nuevamente las ruedas de todo lo visto y oído hasta ese momento. Sólo entonces la explosión de emociones tiene lugar, como si se tratara de una bomba escondida a la vista del espectador. “La pieza de Duncan parece sencilla, pero tiene una carga emotiva muy fuerte debajo de la superficie, y eso es algo que va creciendo a lo largo del baile. Intenté que la película reflejara esa idea. El primer personaje trae desde el pasado esos gestos antiguos, de alguna manera hace renacer las emociones. En la segunda parte todo eso es transmitido a otras personas y allí se suman nuevas capas. El punto de vista de la audiencia comienza a tener relevancia, llevando esas emociones desde el escenario a la vida cotidiana. Cuando escribí el guion tuve en cuenta el concepto de crescendo, de que las emociones estuvieran presentes desde un primer momento pero que fueran creciendo lentamente, como pequeñas olas que al final se transforman en algo grande y fuerte”.
¿Fue difícil hallar a las actrices adecuadas para cada papel?
--No hago castings. Los odio. A veces no queda otra posibilidad y hay que hacerlos, pero realmente no me gustan. Cuando era bailarín hice muchas audiciones, un proceso doloroso que no me gusta imponer a otra gente. Le pedí a amigos que me recomendaran actrices, pero lo importante fue recordar a gente que había conocido en el pasado. A Bonitzer la conocí casualmente en una fiesta en París, y cuando vi su rostro quise trabajar con ella de inmediato. En cuanto a Carpentier, es una actriz profesional en una compañía de teatro formada exclusivamente por gente con discapacidades. La vi en una pieza en Avignon y fue notable la energía que transmitía. Finalmente, con Elsa Wolliaston hicimos un cortometraje hace diez años y siempre había querido volver a trabajar con ella. Con Bonitzer desciframos el Labanotation durante tres meses y practicamos los gestos. Para la segunda parte Marika Rizzi, que encarna a la profesora, aprendió la coreografía con una bailarina estadounidense, Amy Swanson, que a su vez la aprendió de una estudiante de Duncan. Marika le transmitió luego la pieza a Carpentier y filmamos todo ese proceso. Lo que se ve en la película terminada es lo que ocurrió realmente entre ellas. A Elsa le mostré la coreografía dos o tres veces y le dije que en dos meses iba a tener que bailar lo que recordara. Su recuerdo vuelve a transformar la obra original, Madre”.
Demian Manivel se encuentra en este momento en pleno rodaje de su nueva película, cuyo rodaje tiene lugar en un ámbito rural con escaso acceso a Internet. A pesar de ello, la entrevista tiene lugar sin complicaciones, en un alto de la filmación. Antes de la despedida, el realizador destaca el hecho de que el baile influencia la manera en la cual hace sus películas. “Me encanta el baile y creo que veo más danza que películas. Eso no es algo nuevo desde un punto de vista creativo y cada vez que hago un film de ficción no dejo de pensar en ello. Cuando filmo a un actor y este se mueve lo veo bailando. En este caso, me daba un poco de miedo porque la sombra de Isadora estaba presente todo el tiempo y debíamos trabajar con ello, pero al mismo tiempo fue algo que me dio mucha energía. Nunca escribo guiones con diálogos y ese tipo de cosas. Trabajo con lo que recibo todos los días en el set. Me gusta estar junto a los actores, haciendo improvisaciones y utilizando un proceso documental para hacer escenas de ficción. Junto al director de fotografía Noé Bach tratamos de ser lo más naturales posibles con la luz. Los hijos de Isadora es una película muy independiente y debíamos hacerlo de manera ‘ligera’. Y si bien hay muchas escenas de interiores intentamos que la luz exterior entrara y se topara con la danza. Por eso la película cruza todo el tiempo el baile con la vida de todos los días, una fusión entre los gestos de lo cotidiano y la danza. Con algo de suerte logramos que los límites entre una cosa y otra se difuminaran por completo”.