Si se entiende el concepto de clima destituyente –al que recurren los más encumbrados miembros de la alianza gobernante para calificar el derrotero de las últimas manifestaciones críticas a sus políticas– como el que define la conspiración de unos grupúsculos que aspiran a la toma del poder por la fuerza, huelga aclarar que su difusión responde a una estrategia discursiva coordinada, que poco contribuye a la comprensión de los acontecimientos en ciernes. Así, se inscribe en la larga lista de argumentaciones cuasi infantiles, consistentes en achacarle al adversario la responsabilidad de todas las dificultades que se enfrentan, desde las medidas tomadas y la ineficacia de sus resultados, hasta los casos de corrupción que salen a la luz. Ahora, sería también el kirchnerismo el que opera desde las sombras los espurios intereses orientados a desestabilizar los cimientos de su propuesta de cambio. Cabe aclarar que la existencia –¡nunca faltan!– de algún trasnochado que literalmente afirme dicho propósito, no obsta para que ese objetivo resulte, además de impracticable, ajeno a la tradición democrática sostenida, difundida y afianzada por el anterior gobierno. Pero conviene también detenerse en la situación particular que llevó a los defensores mediáticos de Cambiemos a intentar instalar dicha idea.
Incorporado en la discusión política local en 2008, al calor del conflicto entre el flamante gobierno de CFK y el denominado “campo”, el concepto de clima destituyente parece ridiculizado si se compara el poder de los sectores económicos concentrados, los emporios mediáticos y gran parte del arco político opositor de entonces, con las luchas de los docentes, la manifestación de las mujeres y la marcha de la CGT. Sin embargo, se trata menos de generar una vara que defina la capacidad destituyente de determinados grupos, que de entender lo que significa dicho concepto. En lugar de relegarlo al anverso de la política, como lo ha hecho una larga tradición de pensamiento que la entiende como la articulación entre el poder constituyente y el poder constituido, según Agamben lo destituyente debe ser colocado en un primer plano si se pretenden generar nuevas formas del vivir en conjunto. Si las conclusiones agambenianas son ciertas, por más débil o desarticulada que resulte una potencia destituyente –podría ser, por ejemplo, una mujer coya recluida en una cárcel de una provincia del norte del país–, su aparición pone en jaque los principios que rigen un gobierno, por su capacidad para exhibir la vacuidad de la articulación que lo instituye. Si se entiende de este modo, sí resulta acertada la definición de la situación actual como la de la emergencia de una potencia destituyente, frente a la que, según el filósofo italiano, sólo se pueden ofrecer dos posibles respuestas: intentar rearticular el mando a partir de la instauración de un estado de excepción en nombre del cual se reprima la contradicción, o convertir dicha potencia en el principio de una nueva configuración política.
En el contexto actual, lo que está en duda no es tanto la dirección que asumirá el macrismo, cuyos lineamientos ya empiezan a manifestarse, ni tan siquiera su alcance, en la medida en que, bajo los principios democráticos, su desarrollo no hará sino multiplicar la resistencia de los que se le oponen, conteniéndola. Lo que resta por resolver es la capacidad de quienes hoy se encuentran en la oposición para apropiarse de esa potencia, de manera tal que les permita sentar las bases de un próximo gobierno que la articule y permita desplegarla, positivamente, de un modo duradero.
* Sociólogo y docente (UBA).