En la principal potencia del siglo 19, el imperio británico, el debate sobre la ampliación del derecho del voto más allá de los varones que tuvieran propiedades chocaba con un interrogante que entonces parecía insoluble. Si se daba el voto a las clases bajas, a los “low orders”, ¿cómo evitar que terminaran imponiendo en el parlamento propuestas de redistribución económica que, inevitablemente, cambiarían el orden vigente? En 1866, uno de los políticos más importantes de la era victoriana, el futuro primer ministro Lord Salisbury, señaló con envidiable claridad lo que estaba en juego. “Aprobarán leyes sobre impuestos y la propiedad que los favorezcan y que perjudicarán a las otras clases. Me estremece de solo pensarlo”.
Esta deslumbrante transparencia de Lord Salisbury para revelar el trasfondo económico-social del debate se da con frecuencia en momentos fundacionales de la historia, en el famoso pasaje de lo viejo a lo nuevo. El concepto de democracia empujaba hacia la universalidad del voto, pero una lógica elemental alertaba que una vez conquistado ese derecho las masas podían elegir a gobiernos que los representaran: los privilegios de las élites estaban en juego. La calidad del voto o la falta de educación de las masas para ejercerlo eran argumentos secundarios frente a este peligro de fondo.
En el siglo XX, una de las democracias más avanzadas, Estados Unidos, dio un paso gigantesco para resolver este dilema: la propaganda. Como suele ocurrir con los cambios históricos, la nueva estrategia llegó de la mano de un gran cataclismo, la primera guerra mundial, partera de un nuevo mundo. Estados Unidos contemplaba de muy lejos la contienda bélica europea. El presidente Woodrow Wilson había sido reelecto en 1916 por su plataforma antibélica resumida en el slogan slogan pacifista de la campaña: “lejos de la guerra”. Un año después, en 1917, Wilson cambió de idea y creó el Comité Creel que logró transformar al pacifista o indiferente pueblo estadounidense en una masa ansiosa por añadir su sangre a los 20 millones que terminaron muriendo en el conflicto.
El método propagandístico del Comité fue un clásico: la demonización del otro. Hitler recogería el guante para el cataclismo siguiente, la segunda guerra mundial y el Holocausto, con la creación del Ministerio del Reich para la Ilustración Pública y Propaganda encabezado por Joseph Goebbels. En este nuevo mundo de la comunicación de masas, los medios privados ya habían jugado una partida emblemática durante la guerra hispano-estadounidense de 1898. El magnate periodístico William Randolph Hearst, inventor de la prensa amarilla, fue crucial para que un tema periférico se convirtiera en central para la opinión pública. La guerra que atizó Hearst --modelo de El Ciudadano de Orson Welles-- terminaría con España perdiendo Cuba, Puerto Rico y Filipinas a manos de los Estados Unidos.
De todo este cocktail de propaganda pública y sensacionalismo privado se nutrió Walter Lippman en 1922 para su teoría de la “producción de consenso” descripta por Noam Chomsky en un libro que en español lleva el curioso título “Los Guardianes de la libertad (manufacturing consent)”. Lippman argumenta que es necesaria “una revolución en el arte de la democracia” a través de este mecanismo --la “producción del consenso”-- para que una “clase especializada de hombres responsables” pueda dirigir el país y realizar sus “intereses comunes que están más allá del entendimiento de la opinión pública”.
¿Quién va a definir los “intereses comunes” del país, sean estos una guerra, la distribución económica o el derecho a huelga? Obviamente la "clase especializada de hombres responsables": la élite. Veamos lo que dice Lippman en Public Opinion. “Que la «fabricación de un consenso» sea capaz de grandes proyectos es algo que nadie niega. El proceso por el cual se forma una opinión pública no es complicado y las oportunidades para la manipulación abierta es algo que a cualquier persona que entienda el proceso le es bastante claro [...] Bajo el impacto de la propaganda, no necesariamente en el siniestro significado de la palabra, las viejas constantes de nuestros pensamientos se han convertido en variables”.
Desde esta perspectiva, ¿qué cuerdas hay que tocar --qué “variables”-- para que las masas se conviertan en comparsa de esta orquesta? En 1932, otro teórico, el llamado teólogo de la democracia, Reinold Niebuhr, dejó en claro que los medios para lograrlo no pasaban por la razón: había que manipular los impulsos y emociones de las masas. “El hombre promedio, debido a su estupidez, no sigue el camino de la razón sino el de la fe. La fe ingenua requiere un mensaje de ilusiones necesarias y potentes simplificaciones. Hay que suministrarles mitos para que hagan lo que tienen que hacer”, escribe en Moral Man and Immoral Society: Study in Ethics and Politics.
Estos tanteos teóricos de la democracia del siglo XX pertenecen a la era de los diarios y la radio, previos a la todopoderosa invasión de la televisión en el debate público. Las cosas han cambiado, pero no tanto. En nuestra era del internet, los fines y las técnicas siguen siendo los mismos que en la época de Lippman o Niebuhr, como se vio con los trabajos de manipulación pública de la Big Data de Cambridge Analytica, decisiva en la era de Donald Trump, el Brexit, Jair Bolsonaro y Mauricio Macri.
Filmado por la cámara oculta del Canal 4 británico, el CEO de Cambridge Analytica, Alexander Nix, se jactó en 2018 de sus operaciones electorales en más de 20 países, entre ellos Argentina. La estrategia que proponía para manipular al electorado era un calco actualizado de Niebuhr. En las elecciones no había que luchar con hechos: había que trabajar “con las emociones, sobre todo los miedos”. Con un tesoro de datos que Lippman o Niebuhr (o Lord Sailsbury) hubieran envidiado, Nix se dedicaba a la manipulación del voto con las “fake news” y otros procedimientos. Las técnicas usadas marcan un refinamiento que las diferencia con otras épocas. En la era de las redes sociales, los mitos o “ilusiones necesarias” para generar miedo y odio tienen un agregado esencial: la labor del manipulador es activar y llevar al paroxismo las tendencias manifiestas o latentes del electorado a través de la penetración de las cuentas de millones de usuarias y usuarios de Facebook.
La manufacturación del consenso no es infalible. Un claro ejemplo de este fracaso fue la aparición de líderes populares en América Latina en los primeros 15 años de este siglo que no solo se desviaban del camino señalado sino que lo hacían ganando una elección tras otra. Cuando esto sucede, es interesante la regresión que se produce en la concepción de la democracia, cómo se puede rebobinar la película al siglo 19. En pleno auge de las victorias de estos proyectos populares, circa 2014, el pope neoliberal Andrés Oppenheimer lanzó una encuesta televisiva en la que planteaba si no era necesario volver al voto calificado. El argumento implícito era que las masas no tenían el nivel educativo o cultural para votar y elegir de manera racional el destino de un país. La cosa quedó ahí porque los pueblos volvieron a votar como debían. El caso paradigmático fue la elección de Mauricio Macri en la segunda vuelta de 2015.
La democracia está construida con estas resbalosas paradojas. Tiene un potencial revolucionario que lleva a las mayores ilusiones (con la democracia se come, se educa, se cura) y una indefensa porosidad que la rinden al cinismo, el desencanto y los espantos de extrema derecha (Bolsonaro hoy, pero también Hitler que ganó una elección parlamentaria en 1932 y un referendo el año siguiente). Esta contradicción está presente en el célebre estudio sobre la Política de Aristóteles hace más de dos milenios. En ese sentido es probablemente un conflicto inherente a la organización social del ser humano. La lucha en distintas épocas que ofrezcan la democracia como alternativa será por la hegemonía de una u otra versión. Uno de los grandes desafíos de estos días oscuros es cómo inclinar la balanza hacia el potencial revolucionario y eludir la sórdida micromanipulación de las conciencias.