Uno de los apretones de manos más incómodos de la historia fue el que sucedió el año pasado entre Elizabeth II de Inglaterra y Martin McGuinness (ex jefe del IRA y en ese momento primer viceministro de Irlanda del Norte). Blanco preferido del Ejército Republicano Irlandés, la reina sobrevivió a incontables intentos de asesinato hasta que la firma de la paz entre Inglaterra e Irlanda del Norte fue posible, gracias a ese mismo hombre, en la Pascua de 1998.
Cuando McGuinness la recibió en su oficina y le preguntó cómo estaba, la señora que acababa de cumplir 90 años le contestó con una sonrisa premeditada: “Todavía sigo viva”.
Al salir de esa reunión a puertas cerradas, le preguntaron a McGuinness cómo había sido el encuentro con la reina. “Fue muy bien, pero todavía soy republicano”, contestó. Esa cita, completamente impensable hasta hace poco tiempo atrás, es un reflejo del áspero camino de reconciliación entre dos comunidades que estuvieron en guerra durante casi 500 años.
Conocí a Martin McGuinness, el mayor líder militar y político de la historia de Irlanda del Norte, hace un año en la ciudad de Derry. Fui a ese encuentro con el atrevimiento que permite la ignorancia: sin los límites del prejuicio ni la prudencia de la admiración. Conversamos durante horas. Tenía mis preguntas escritas y una hoja de ruta de datos básicos: los años como jefe del IRA, su rol como impulsor y mediador de una paz que durante siglos se creyó imposible y la carrera política que lo convirtió primero en ministro de Educación y más tarde en viceprimer ministro de Irlanda del Norte.
Sin embargo, fue unas horas más tarde, luego de haber vuelto de la entrevista, que terminé de comprender la dimensión de aquel encuentro. Nunca antes, ni tan pronto, había tenido la certeza de estar frente a un gran hombre, uno de los últimos hombres-umbrales de la historia de este siglo.
Martin McGuinness nació en un país en el que ser católico define a su gente en rebeldía. Sin embargo, no fue ni es una diferencia de dogma religioso lo que aún hoy divide a Irlanda en dos. La lucha armada entre la comunidad católica y protestante en Irlanda del Norte, que tuvo su auge durante las décadas del 70 y del 80 en el período conocido como “The troubles”, fue una lucha política por la identidad y por los derechos civiles. Los católicos peleaban para volver a ser un solo país, con un solo gobierno para el Norte y el Sur, pero había otro frente mucho más urgente: conseguir la igualdad ante la ley, los derechos civiles básicos de poder votar, acceder al trabajo, a la vivienda, estudiar en la universidad. A su vez, los protestantes luchaban para continuar siendo una provincia británica y conservar esos derechos básicos que se habían convertido desde hacía siglos en privilegios económicos.
McGuinness creció en el gueto del Bogside, uno de los barrios de Derry con mayor historial de resistencia frente a las fuerzas de seguridad. Vivió con sus padres y sus seis hermanos en una casa para cuatro con baño afuera. Todos los días de la semana iban a misa y rezaban el rosario antes de ir a dormir. A los catorce terminó la escuela técnica y salió a buscar trabajo. Una y otra vez era rechazado por la comunidad de la que provenía.
Le quedaba el oficio que ningún protestante quería: a los diecinueve años se hizo aprendiz de carnicero. Pero él sabía que la verdadera carnicería era la que estaba pasando en la calle. Por esos días, las fuerzas de seguridad habían matado a garrotazos a un vecino de su cuadra cuando volvía de una marcha por los derechos civiles. McGuinness vio cómo acarreaban el cuerpo ensangrentado de ese chico que tenía sólo 15 años y se volcó de lleno en la lucha armada. En dos años ya era el segundo comandante en jefe del IRA.
Durante la charla me contó que estuvo prófugo más de diez años y que durante esa época su mejor compañía fueron los encuentros con su cura confesor y los poemas de Seamus Heaney, de quien fue muy amigo: “Su obra influenció mi vida de una forma decisiva”, dijo y enseguida me preguntó si había leído su poema preferido: A constable calls. Cuando le dije que no, empezó a recitarlo: un niño evoca la visita de un oficial inglés, que revisa los cultivos de su padre para asegurarse de que esté pagando los impuestos que le corresponden. El padre esconde parte de su cosecha y el niño siente la amenaza en el aire. El policía finalmente se va en su bicicleta mientras el niño escucha el sonido que hace la cadena al alejarse: tic-tic-tic.
La injusticia impartida desde el Estado será siempre una bomba de tiempo.
Cuando le pregunté por el cura, ese hombre que lo conocía desde que era chico, me dijo que esos encuentros no eran fáciles, porque si bien coincidía con él en la legitimidad de la lucha le reprochaba el uso de la violencia para alcanzar sus objetivos. Esas charlas, o confesiones, terminaban siempre en discusión.
Hasta que, a principios de 1990, McGuinness decidió que era tiempo de ponerle fin a la guerra: “Comencé a leer una gran cantidad de tesis de los generales británicos, y todos ellos llegaban a la conclusión de que no podían derrotar al IRA. Obviamente que tanto los miembros del IRA como las personas que nos apoyaban estaban muy contentos con esta conclusión. Pero a mí se me planteaba una pregunta mayor. ¿Si esto es lo que cree el ejército británico, qué es lo que cree el IRA? ¿Pensábamos que nosotros sí podíamos derrotarlos? Si la respuesta era la misma que la de ellos, entonces estábamos en un círculo vicioso de violencia que continuaría durante mucho tiempo más”.
Martin McGuinness era el único hombre dentro de la organización que tenía el peso suficiente para convencer a los demás miembros del IRA. Algunos de los suyos lo acusaron de cobardía y hasta llegaron a decir que era un agente encubierto de la corona.
Con el apoyo de los irlandeses republicanos en Estados Unidos y las mediaciones de Bill Clinton con el gobierno de Inglaterra, la paz comenzó a ser posible con la firma del Acuerdo de Viernes Santo, en la Pascua de 1998.
¿Qué habrá sido lo que realmente lo llevó a plantarse frente a toda una maquinaria militar para proponer el camino de la reconciliación? Fue una pregunta en la que no indagué, porque sabía que no iba a obtener una nueva respuesta. McGuinness tenía una mirada filosa y al mismo tiempo cálida, desde su ropa hasta el tono de su voz denotaban humildad y era evidente que había pensado, durante años, cada una de sus respuestas.
Cuando terminó la entrevista, salimos a la calle y su auto viejo me llamó la atención. Antes de despedirnos le pedí una foto frente a las oficinas del partido, pero él me dijo que prefería otro ángulo.
Quería que se viera a sus espaldas, en lo alto de la colina, la cúpula de la iglesia de Saint Columba Long Tower. Hasta allí, el pasado 23 de marzo, una multitud en silencio acompañó su féretro cubierto por la bandera tricolor.