El término “patria” es de los más gastados estos días.
Nada insólitamente, unos sectores mediáticos activados a través de personajes ya caricaturescos, y del anonimato de las redes, convocan para este lunes a un “banderazo” en defensa de la patria.
Esa patria a que refieren, queda claro, es la del odio antiperonista visceral. Nunca se trató ni tratará de otra cosa, haga lo que haga o deje de hacer el Gobierno.
Pero esta vez, al revés de otras, no tienen un vector específico detrás del que escudarse, como no sea la vaguedad desvergonzada de citar frases sanmartinianas.
Es sabido que la economía tiene etapa de catástrofe, por más que el Estado dé signos de presencia efectiva; que haya concreciones e intentos de articular proyectos reactivadores; que se arregló con los bonistas y que por ahora no preocupe la negociación con el FMI.
Tomando apenas los dos datos últimos: no hay argumentos para correr al Gobierno por derecha clásica, y ni siquiera se concreta el debate parlamentario por un gravamen que sólo alcanzaría a las fortunas extraordinarias (el 1,1 por ciento de los contribuyentes).
Hace ya mes y pico que en los foros del rencor se agita la convocatoria a manifestar el 17 de agosto, lo cual revela una táctica planificada en la estrategia de desgastar.
Entretanto, ocurrió que el disparador Vicentin, usado por los terratenientes de macetas, pasó a mejor vida.
Lo reemplazó el invento de que la propuesta de reforma judicial es una ofensiva totalitaria (¿cómo sería que es totalitario un proyecto que deberá debatirse en el Congreso?), cuando con mucha suerte podría tratarse el año que viene y siendo que se ubica lejísimo del interés popular.
¿Qué tipo de enajenación debe sufrirse para mentar ese asunto como “amenazas a la patria”?
¿O, infinitamente peor, para advertir que está en riesgo “la libertad”?
Es un asco indescriptible hablar de libertad arrinconada, mientras están 24 x 7 insultando y zahiriendo al Gobierno mediante todos los recursos posibles.
Basta y sobra --también, inenarrablemente-- que la invitación a banderear por las calles sea, en estricto rigor, un convite a infectarse de forma masiva.
Cabe insistir con lo descripto por Jorge Alemán acerca de las derechas ultraderechizadas, que no son un fenómeno local ni tantísimo menos aunque haya, en cada sitio, características particulares.
Parece cristalizarse eso de un mundo donde, en forma progresiva, crecen y crecen los sujetos que no demandan derechos democráticos: exigen que sus delirios sean reconocidos (mi libertad es mía; quiero salir y juntarme con familia y amigos cuanto se me antoje; el Estado no puede prohibírmelo porque es anticonstitucional; pasa apenas una gripe muy contagiosa, pero gripe al fin; los números enseñan que la cantidad de muertos y contagiados son una pavada estadística; quiero tomar dióxido de cloro, y hago que me lo tomo frente a las cámaras televisivas; no puedo ver a mi sobrina recién nacida; es una conspiración corporativo-planetaria; el desastre de salud mental afecta a 8 de cada 10 argentinos --???--).
Cuidar de lo político es ahora más que nunca un freno a la locura peligrosa porque, como indica Alemán, no hablamos del loco real que en una insondable decisión eligió ser libre al margen de toda apariencia, sino de la locura mala que ve en la vida, solamente, un fondo disponible para sus maquinaciones.
El viernes pasado al mediodía, en otra muestra de fortaleza que por un lado es su deber y por otro requiere destacarse atento a las circunstancias imprevistas y terribles que lo rodean, el Presidente exhibió apelación y convicción, sin privarse de algunos suspiros evidentes que reflejaron su cansancio por lo imperioso de subrayar obviedades.
Lo hizo durante una semana en la que asomó cierta luz respecto de esa esperanza virtualmente única que es la vacuna, y que apareció por obra y gracia de las acciones llevadas a cabo desde el país que iba a quedar aislado debido a su retorno populista.
Hasta el jefe de Gobierno porteño dedicó los primeros momentos de su intervención a felicitar al jefe de Estado, por los acuerdos internacionales y el sustento científico local que abren la puerta de una salida.
Después, Axel Kicillof pulverizó técnicamente el facilismo avieso de la cuarentena más larga del mundo pero, sobre todo, tuvo la mejor de estas presentaciones conjuntas al hablar de manera conmovedora sobre lo que significa el brío emocionante de los trabajadores de la salud y lo que está en juego si se pretende reducir los daños a riesgo de incrementarlos.
De ser por las reacciones posteriores a lo que en esta oportunidad fue más un llamado a recapacitar que una serie de anuncios, ya nada resulta suficiente porque, al igual que en casi todos los terrenos, cualquier dicho sufre prejuzgamiento.
Volvamos a entendernos, sin embargo, en torno de que esas respuestas violentas --y cotidianas-- no son ni mucho menos la totalidad de la opinión pública, sino la parte más feroz de la opinión publicada (un viejo concepto de la semántica comunicacional que jamás pierde vigencia).
Haberse metido a querer arreglar o reducir el infierno dejado por Macri fue una decisión personal de Alberto Fernández, a la que nadie lo obligó.
Pero si a los tres meses de asumir les toca, a él y a la alianza en que se sustenta, una pandemia universal de semejante naturaleza y capaz de haber sacudido a absolutamente todas las gestiones gubernativas del mundo, no es justo que ataquen de esta manera despiadada.
Como no es cuestión ingenua de detenerse en lo justo o injusto y sí de la lucha política, a quienes defienden al Gobierno --con reparos o sin ellos-- les será útil tener presente que impresiones y realidades no siempre van de la mano.
Cuando, este lunes, los medios desorbitados vuelquen todos sus fierros y adjetivos para dibujar una expresión impresionante de la ciudadanía harta de atropellos, más les valdrá, a quienes no pueden manifestarse en las calles por aquello de que no deben, asentarse en dos aspectos elementales.
En verdad, el “banderazo” es una excusa para refrescar convencimientos que exceden a este día, que tendrá cara de lunes y en el que, cuanti y cualitativamente, no pasará nada que no se sepa.
El primer punto es que, en su cálculo global de contradicciones primarias y secundarias, no hay nadie más en quien confiar y por lo que actuar que no fuere esta gestión, criticable como todas pero no susceptible de ser acusada de inmovilismo antipopular.
Objetivamente, con perdón de la palabra, quienes arremeten contra el Gobierno desde la militancia mediática, el activismo digital, el suicidio callejero, se identifican en modo exclusivo por el rechazo. Ni hace falta agregar que por resentimiento.
Un segundo aspecto es el confort de recurrir a lo expeditivo: que “ellos” sigan haciendo ruido por su patria, porque “nosotros” sabremos defender la nuestra.
No sirve.
Es la sección idiota de “la grieta”, porque no es lo mismo entender que la política se define, a priori, como conflicto permanente de intereses, que persistir en convencernos solamente entre los convencidos.
Allí es donde cuenta lo de valorar todos los esfuerzos hechos y por hacer sin características incendiarias, a sabiendas de que si es por eso se caerá en la trampa de quienes incendian mejor.