A Bradbury siempre le sonrió la fortuna en Buenos Aires, donde se estrenó con una magnífica traducción de Francisco Porrúa y un prólogo de Borges. Sus libros fueron pronto, para muchos lectores jóvenes, la puerta de entrada a la lectura. A finales de los años 60, García Márquez admitió en una carta a Porrúa que también él era devoto seguidor de Bradbury, y que prefería leerlo en español, en las versiones que el propio Porrúa había hecho para Ediciones Minotauro, según él, superiores al original. Ponía como ejemplo el primer párrafo del cuento “La lluvia” (El hombre ilustrado): “La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer”. Poco después, García Márquez le volvió a escribir para pedirle, sin dar explicaciones, que destruyera esa carta. Paco Porrúa la había guardado dentro de un libro y no la encontró nunca.

La invitación. En octubre de 1996 supe, en Barcelona, que los organizadores de la Feria del Libro de Buenos Aires querían invitar a Bradbury, y que los agentes no mostraban ningún interés en facilitar las cosas. Decidí llamarlo por teléfono para tratar de convencerlo. Lo conocía bien personalmente, porque unos años antes me había alojado durante tres semanas en la casa de uno de sus amigos de toda la vida, Forrest J Ackerman, famoso personaje que editaba revistas de terror y tenía un museo dedicado al cine y a la literatura de ciencia ficción. Por ese lugar pasaban todos los días escritores y gente de cine que vivían por la zona: Robert Bloch (autor de la novela Psycho, adaptada por Hitchcock como Psicosis), el técnico en efectos especiales Ray Harryhausen, a veces Fritz Lang, autores como Philip José Farmer, Fritz Leiber, A. E. van Vogt. Y todas las tardes llegaba Bradbury en bicicleta. Era un placer conversar con él, siempre divertido, siempre de buen humor. Nunca perdimos el contacto.

Conversación semanal. Faltaban seis meses para la feria, y nos comunicábamos todas las semanas. Él y su mujer, Maggie, nunca llegaron a decirme que no viajarían, pero siempre ponían peros: tenían sus años y trasladarse a la exótica Buenos Aires les parecía una aventura excesiva. Él estaba francamente ocupado tratando de cerrar varios libros en los que llevaba años trabajando: De la ceniza volverás, Matemos todos a Constance, un par de volúmenes de cuentos y un guion de Fahrenheit 451 para Mel Gibson.

Hazaña aérea. El viaje en avión ya no era un problema, como lo había sido durante buena parte de su vida. A los quince años había visto de cerca, en la calle, un impresionante accidente de auto en el que habían muerto cuatro personas, y desde entonces no quiso aprender a manejar. Solo se atrevía a andar en autos de amigos de confianza, siempre en el asiento de detrás del conductor, estadísticamente el más seguro. Ese miedo se extendió, por supuesto, a los aviones. Pero en octubre de 1982, con sesenta y dos años, se encontró un día atrapado en Orlando, Florida, adonde había ido a la inauguración del Epcot Center, un parque temático de Disney. Por razones profesionales necesitaba volver con urgencia a Los Ángeles, pero no tenía ningún medio terrestre que lo llevara de manera directa; supo entonces que había llegado el momento de tomar la gran decisión de su vida: pidió que le compraran un pasaje de avión, y fue tal acontecimiento que la revista Time envió a un fotógrafo para inmortalizarlo rechinando los dientes y aferrando los apoyabrazos. Antes de subir tomó tres Martinis dobles y una azafata lo acompañó «alisándole las plumas». No sufrió ningún ataque de pánico y le encantó la experiencia. «Me tenía miedo a mí. Tenía miedo de salir corriendo a los gritos por el avión.» Orgulloso de su hazaña, empezó a volar con frecuencia, y terminó viajando casi todos los años a París en el Concorde con Maggie.

Cuatro botellas y cuatro bolsas. Ante la larguísima cola de lectores que buscaban su firma, Bradbury decidió complacerlos a todos y se quedó trabajando hasta la una y media de la mañana. Aceptaba fotos y abrazos y obsequios de la gente, mientras le acercaban sándwiches y vino tinto. Cuando llegamos al hotel, a eso de las dos, yo arrastraba cuatro bolsas de regalos y él apretaba la cuarta botella semivacía en una mano y la corbata entera en la otra.

Dos potencias. Cuando solo faltaban dos meses para el comienzo de la Feria, Bradbury expresó su deseo de ver representada en Buenos Aires una de sus obras de teatro. En doce días traduje Columna de fuego, un volumen con tres piezas que Minotauro tenía contratado, y como no había tiempo para más, la Feria organizó con Ernesto Schóó, director del Teatro San Martín, la lectura por dos actores de uno de los textos, “La sirena”. Ese acto, con la presencia de Bradbury, anunciado solo unas horas antes en un pequeño cartel a las puertas del teatro, convocó a una sorprendente multitud. Una cena la noche anterior, en un restaurante hindú de la calle Arenales, reunió a los Bradbury, los Porrúa, Ernesto Schóó y este superviviente. Allí un mozo sacó la única foto en la que aparecen Bradbury y Porrúa, autor y traductor de Crónicas marcianas, conjunción mágica que en 1955 creó el primer libro de Ediciones Minotauro.

Molestia. La última noche, antes de cenar con los Bradbury y los Porrúa en el hotel, quise reunir a Ray y Paco en mi habitación. Hacía décadas que los dos eran amigos míos, pero ellos se habían conocido personalmente hacía apenas una semana, y quería verlos juntos y brindar por esa ocasión única. Tenía sobre la cama unos treinta libros que esperaban dedicatoria para amigos. Paco llegó primero. “¿Por qué lo vas a hacer trabajar tanto? Es de noche, seguramente está cansado, y esto va a ser una molestia.” A Bradbury le encantaba firmar libros y se divertía con ellos como si fueran juguetes. Dentro de cada uno yo había metido un papel con un nombre, y él lo copiaba en mayúsculas seguido de un rotundo signo de exclamación. Cuando llegó a cierto libro, se quedó un rato escribiendo y finalmente se lo dio a Paco, que leyó lo que decía y puso cara de desconcertada felicidad. Era Crónicas marcianas, la obra que los había unido.

La despedida. “La vida consiste en buscar gente que te quiera. En la Feria todo el mundo me quería”, me dijo en el aeropuerto, antes de despedirnos. “Siete de cada diez personas venían a abrazarme o a fotografiarse conmigo, y muchos pedían que les firmara un libro, en algunos casos con signos de haberlo leído muchas veces. Por la calle y en el hotel me saludaban como si me conocieran de siempre. Lamento mucho no haber sabido esto antes y no haber venido cuando era más joven. Gracias por convencernos de hacer el viaje.” Me apretó las dos manos y añadió: “Gracias por la mejor experiencia que he tenido en mi vida como escritor. Te voy a dedicar un libro.”

Piloto de Aerolíneas. E-mail al regresar: “Después de salir de Buenos Aires, los pilotos me invitaron a visitarlos y a hablar con ellos. Al entrar en la cabina, me sentaron en la silla del comandante y me pusieron a cargo del aparato”.