Es habitual en estos tiempos poco recomendables, recomendar películas o libros. Se puede demostrar que retrotraer la memoria --cinematográfica, teatral, incluso radial o televisiva--, puede ser un oscuro complemento que nos permite contrastar un presente tan desarbolado del arte público. Quiero fijar mi interés en la película de Rodolfo Kuhn, “Pajarito Gómez”, que muchos vimos en el año 1965, el mismo de su estreno, en el viejo --y habría que decir extinto-- cine Lorraine. Antes de comenzar la película, dedico un recuerdo a Alberto Kipnis, que se paseaba por la sala aun sin las luces apagadas, evaluando la cantidad de público asistente. El personaje era conocido como dueño del lugar; ignoro si su misma mirada evaluadora se deposita sobre los films, pero decir “ir al Lorraine” ya significaba indicar la categoría de películas que se deseaban ver. Uno era parte de ese público que el Lorraine había creado, sin saber bien porque tenía ese nombre. La región francesa de Lorraine pasaba alternativamente de manos de Francia a Alemania, y en la Segunda Guerra Mundial significaba un símbolo de la resistencia francesa contra los nazis. Quizás de allí el nombre, vaya a saber, pero el nombre se impuso, El vendedor de diarios de la vereda le puso a su quiosko El Lorrain. Remedando la pronunciación castellana, y luego puso la librería al lado, que creo que aun perdura. Luego del cierre del cine, se instalaron allí la librería Gandhi y ahora Losada. Creo también que en la pared izquierda, el fresco de López Claro todavía permanece (si no cometo un error, López Claro lo había pintado para el antecesor del Lorraine, el Cine Arte, en la década da del 40).
Lo cierto es que quería decir algo de “Pajarito Gómez”, extraordinario film del cine nacional, que ver hoy nuevamente produce una honda impresión. Es una parodia al entonces famoso Club del Clan y los manejos que en ese momento hacía la televisión que había encontrado ya un público pleno y reinaba en las conciencias errantes. Pero va más allá de una parodia a Palito Ortega, lo que hoy sería un lugar común, teniendo en cuenta que su propio hijo, Luis Ortega, en su sutil película El Ángel hace aparecer a su padre cantando Tengo el corazón contento, como irónico “detalle de época”.
Pajarito Gómez examina con lucidez que aun hoy no suele lograrse fácilmente, los mecanismos y rituales que organizan la creación de “productos populares” por parte de las discográficas destinadas a la “venta de sensaciones”. El director de cámaras de la televisión está fastidiado, piensa en otra cosa mientras coordina las entrevistas falsas a Pajarito. Hay una mesa redonda con un “sociólogo”, un “artista”, un “psicólogo”, un “músico”. Enfocá al sociólogo, recibe la orden el cámara. ¿Quién es?, pregunta. “El de la pipa, chambón”. Pero los estereotipos no son fáciles, y si este lo parece, la humorada que permite no lo es. Lo falso está planteado con síntomas de tragedia que hoy enternecen de llanto, llanto seco de la época que corre. La periodista, protagonizada por Nelly Beltrán, es un arquetipo en el que ella misma cree.
Es el caso de un estereotipo bien llevado, con inocente alegría. Lautaro Murúa, como manager, impecable, ironiza sobre su propia necedad, con la calidad artética acostumbrada; rostro drástico, grave, anuncia siempre una épica secreta, como en El exilio de Gardel de Solanas e Invasión, de Hugo Santiago, filmadas después. Pajarito Gómez canta trivialidades bien manufacturadas. La canción “En el año 2000” que prepararon los guionistas --Carlos del Peral (cofundador de Tía Vicenta) y Paco Urondo--, hoy podría repetirse como éxito bailantero. La actuación de Héctor Pellegrini como Pajarito es perfecta, es la no actuación, la inasible inercia de un hombre simple, relleno de paja, llevado por siniestros dueños de corporaciones “musicales”, papel que hace Maurice Jouvet, que perfectamente nos entregaría hoy la efigie de un Larry Finn o cualquier otro dueño de fondos de inversión. María Cristina Laurenz, jovencita, da el grito final con el que se cierra el film, horrorizada por todo lo que ha visto, es el grito de “Münch” del cine argentino, como el Fiord de Osvaldo Lamborghini, anunciando la tragedia.
Pajarito se prepara para cantar en Ríver. Se ve el estadio aun sin la “cuarta tribuna”. (Cine e historia, diría Marc Ferro.) No hay público, la escena es onírica, y mientras Pajarito canta una triste canción, fuera de su repertorio, bailan en otros planos surrealistas los locos del Borda, en una de las escenas más imaginativas y temibles, es posible suponer, del cine argentino contemporáneo. La muerte de Pajarito es otro logro del trío Rodolfo Kuhn, Carlos del Peral y Paco Urondo. El accidente de tren, puesto que no viaja en avión por “miedo provinciano” Es una gira de Pajarito a Chile, pero no llega a destino pues el encargado de la cabina del ferrocarril se entretiene bailando justamente una canción de Pajarito, “Cariñito”. Los planos que van del hombre meciéndose con tontos filetes, al tren a toda velocidad, y las referencias rápidas a los cambios de vía que permanecen fijos, es también notable. En el velatorio, el llanto popular. Música fúnebre, como ordena el Gerente General de la Multinacional. Pero hay guiños, un momento de la música twist de Pajarito. Alguien sube el volumen, quizás la madre de Pajarito, que él trae de la Provincia, y su voz resuena. Poco a poco el velorio se transforma en un recital. Una orgia somnolienta. Aunque es el baile de las marionetas, es trágico. Conmueve hoy ver a Paco Urondo como uno de los actores bailando también en medio de un sarcástico desmayo.
Es evidente que se había buscado dar una pista colectiva para la crítica cultural del momento, una metacrítica a los medios de comunicación, como dice Florencia E. González en su Inventario crítico del cine argentino (Fantasmal). Había compromisos sociales graves y la televisión banalizaba todo. En esencia, sobre esto no tenemos novedades de cambio, solo de agravamiento. Pero lo que hizo Rodolfo Kuhn -innovador del cine nacional, junto a Hugo Santiago, Solanas, Kohon, Birri, Favio, Gleyzer-, fue ir más allá, sin duda sin sospechar su propio exceso. El baile hipnótico de Urondo al final del film aporta un trazo de tragedia sobre la tragedia. La crítica de las artes populares no podría ejercerse desde el propio cine arte, y la renovación vendría si se pasara del cuadro del film a los cuadros de la política. La historia de Paco Urondo, que es bien conocida, sella este arco dramático donde la disconformidad cultural parecía no alcanzar. Mientras hacía que bailaba, Urondo, el poeta, pensaba en un destino mayor para la crítica.