Su buen tiempo se tomó Delfina Oliver, experimentada cantante de jazz argentina, en cocinar su nuevo disco Tokio Sessions. En concreto, cinco temporadas –a razón de cuatro meses por año- inhalando aires nipones para exhalarlos en nueve piezas que cruzan standards del swing con aires de folk japonés, Haiku, y hasta una atrevida versión de “Tonada del viejo amor” (Dávalos-Falú) en clave de jazz waltz. “El disco es un tributo a esa cultura que tanto admiro y que tanto me ha dado. Ahora estoy muy entusiasmada por transitar esta experiencia novedosa de tocar sin público”, sostiene Oliver, que presentará el trabajo vía streaming este viernes 21 de agosto a las 21.30, como parte del ciclo “Bebop en Casa”.
Lo de inhalar y exhalar viene al caso porque la grabación del disco es una réplica en estudio de lo que la cantante y su trío de jazz nipón hicieron en vivo en dos bares de Tokio: el New York Bar, de la populosa Shinjuku, y el Maduro Bar, de Roppongi. “Quise dejar reflejado el espíritu de estas sesiones que cambian noche a noche en cuanto al repertorio y a la forma de encararlo. No hay dos shows iguales y por eso lo que hicimos fue abordar la sesión de grabación de esta forma, como un vivo, respetando las tomas originales de una única sesión y sin sobregrabaciones. La idea fue darle una estética sonora lo más fiel posible a una noche en el jazz bar. Fue llegar al estudio, tocar dos tomas por canción y elegir la que más nos gustaba”, desarrolla Oliver.
Data clave del disco -el cuarto en el trayecto solista de Oliver- es también la inclusión de un instrumento de viento extraño a oído criollo: el shakuhachi. Se trata de una flauta japonesa hecha de bambú, que ella traduce como “la versión nipona de nuestra quena”, que suena –a cargo de Bruce Huebner- en tres piezas del disco: “Love for Sale”, de Cole Porte; la folklórica y anónima “Takeda no Komoriuta”; y “Poor Butterfly”, la pieza de Raymond Hubbell que abre el disco. “El shakuhachi está hecho de una sola pieza y funciona en ciertas tonalidades específicas. Lo incorporé porque me gustó la idea que ocupe el lugar del viento solista, a cambio del saxo o la trompeta. Eso le dio un color japonés al jazz”, explica la cantante. Y enseguida se centra en la pieza inspirada en la historia de Madame Butterfly, la ópera de Puccini. “El tema narra la trágica historia de amor de una joven japonesa que se enamora de un marino estadounidense bajo los árboles de sakura. Creo que es la canción que mejor expresa el concepto del disco como obra”.
-Pero la perlita telúrica es “Tonada del viejo amor”, de Falú-Dávalos. ¿Por qué la incluiste, entre tanto standard?
-Bueno, la hice en versión de vals de jazz y es muy personal, porque el hecho de estar dedicada a la memoria de mi padre -que la cantaba siempre desde que yo era chiquita- me conecta con una expresividad muy profunda, íntima.
-¿Los japoneses son con el jazz como con el tango?
-(Risas) Bueno, sí… el pueblo japonés es muy melómano y sensible a la música. Aprecia mucho los géneros donde se muestra pasión por la interpretación. Y acá entran el tango, la salsa y por supuesto el jazz, género que allí suena en todas partes: cafés, restaurantes, negocios. Es más, se dice que en Tokio solamente hay más de cien jazz cafés, jazz bars y jazz clubs. Mucho y bien, digamos.
Entre 2012 y 2019, fueron varias las veces que Oliver visitó y cantó en los llamados jazz cafés de Tokio. Ella los pinta como cafeterías pequeñas, en las que un DJ pasa vinilos de colección, mientras los habitués toman café en absoluto silencio. “Otra cosa es el jazz bar”, aclara. “Este es un local más grande y con un escenario donde toca la banda de la casa, en general integrada por músicos de primera línea de la escena local, con rotación de suplentes, y al frente una 'cantante invitada' que se trae de afuera. Ese fue mi caso y, como fanática del género, este formato es una gloria”. Un tercer espacio para melómanos es el típico jazz club a la manera occidental. “Estos sí funcionan como aquí, con una programación con distintos artistas por noche o por ciclos. En suma, es impresionante la difusión que el tiene el género allí”, asegura Oliver.
-De hecho, el disco lo grabaste con dos japoneses: Daiki Yasukagawa en contrabajo y Masahiko Osaka en batería (además del inglés Simon Cosgrove en piano). ¿Cómo funcionó esa interacción?
-Fluyó bien. Desde el primer ensayo, conté cuatro y salimos tocando, porque los músicos de jazz tenemos un lenguaje muy específico y podemos tocar arreglos o simplemente ante una partitura cifrada sobre la que improvisamos. Si son músicos profesionales del género, como es el caso, es sencillo y el amor es a primera vista, lo cual implica un lujo para una cantante fanática del jazz como yo. Otro tema es el idioma, claro. Es complejo hablar japonés para los occidentales. En mi caso, fui incorporando vocabulario y expresiones útiles. Pero también me manejo con señas y con algo de inglés, que sorprendentemente no se habla demasiado en Japón; incluso en Tokio, pese a que es tan gigante, tan cosmopolita.