Sin las mujeres nunca seremos libres, dijo Dolores que había entendido en el silencio perpetuo de una infancia cautiva qué era la libertad. Libertad era lo que no tenía su familia. Vivían en un lugar del que no podían salir, cerca de Cayambe, Ecuador, trabajaban sin sueldo, estaban obligadxs a satisfacer cualquier antojo que tuvieran sus patronas o patrones blancos y a soportar el abuso de los mayordomos. Lxs niñxs no podían ir a la escuela y lxs adultxs no tenían educación ni dinero, los llamaban indios gañanes y eran un cacharro más de la hacienda, un pedazo de tierra.
Una escena con otro tiempo, sinfonía de teatro vocacional y homenaje, muestra a Dolores ya adulta agarrando un palo para matar al mayordomo cuando intenta violar a una de sus hijas, la radio novela ecuatoriana que da vueltas por un éter tributado anecdotiza y labrasurco de cacica. Mi tayta aprendió a contar con los latigazos que le daba el mayordomo en su espalda, dice una voz que evoca el sonido rampante que se desliza con fugacidad y se adhiere a la piel lastimada.
En suelo patriarcal y racista la historia de rebeldía de Mamá Dulú,como la llamaban a Dolores, interviene el enigma continuo de la especulación y lo destruye en generosa lucha feminista por la educación bilingüe e intercultural de Ecuador. No sabía leer ni escribir (aprendió a hablar español cuando la mandaron a Quito a limpiar la casa de alguien) pero era una estupenda oradora en las dos lenguas, voz de la Pachamama. Tuvo nueve hijxs que apenas pudieron sobrevivir algunos años de infancia, la sangre guerrera cayambi aguantó el hambre y la mala alimentación todo lo que pudo pero, como cuenta un hijo sobreviviente, “vivíamos en mucha pobreza, demasiada”.
Junto a otras mujeres, como Rosa Elena Tránsito Amaguaña Alba (más conocida como Mamá Tránsito) fundó la Federación Ecuatoriana de Indios impulsando escuelas bilingües (quechua-español, la primera fue en 1946, años después, militares y terratenientes prohibieron el quechua en las escuelas) y el mojón de la territorialización en la reforma agraria. Junto a “la loca hereje comunista Dolores” siempre había jóvenes, por donde pisaba, como lo hizo tantas veces con dedos y talones al viento cruzando los setenta kilómetros entre Olmedo y Quito, ocurría la historia ecuatoriana.
La pisada de Dolores era el trazo que dibujaba sin ventajas mezquinas futuro en madres e hijas, una manta espirográfica tupida que protegía y denunciaba: “para que nunca más sean violadas por tanto diablo patrón (…) si los indios son bestias de carga, la mujer india, menos que eso”. La defensa de su hacer construye otra enunciación, descentraliza cánones culturales ("primero los pueblos, primero los campesinos, he luchado por toda nación recogiendo compañeros, negros y mulatos yo he luchado", dice golpeándose el pecho, mírenla en un reportaje de Rolf Blomberg de 1969, hermosa y sabia como Nora Cullen, la lechiguana en el Nazareno de Favio) y establece referencias semánticas disidentes imprescindibles hoy, cuando en remake rastrera el desprecio de lxs otrxs alimenta en violencia historiada la disciplina de clases con trofeo de rehén forzoso.