“Quiero demostrarle al mundo, tanto como pueda en calidad de música, el error en el que incurren los varones al creerse patronos de los altos dones del intelecto, pensando que solo ellos son poseedores de tales dones y que de ningún modo pueden ser compartidos por las mujeres”. Con esta cita ¡de 1568! de la compositora y laudista italiana Maddalena Casulana, abre el portal de la organización gala Présences Compositrices, dejando más clara que agua cristalina su acta de intenciones. Bajo la dirección de la clavecinista Claire Bodin, la entidad lleva años montando festivales, organizando conferencias, creando residencias, entre un sinfín de actividades que buscan poner en valor “las voces silenciadas, marginadas, olvidadas, a menudo menospreciadas y subestimadas” de compositoras de música clásica. De todos los puntos cardinales, de todos los tiempos, destaca una enérgica Bodin, que acaba de inaugurar flamante proyecto con su fundación: la plataforma Demandez à Clara (“Pregúntele a Clara”, su traducción al castellano, un claro homenaje a la virtuosa Clara Schumann). Se trata de una gran, ¡gran! base de datos, sin precedentes en Francia, que reúne piezas musicales creadas por mujeres desde el Medioevo hasta la actualidad. Acompañadas, dicho sea de paso, por petites biografías, links de referencia, información sobre cómo hacerse de las partituras y tantísimo más.

Lanzada semanas atrás, el arranque sí que es promisorio: ya enlista a razón de 4700 obras de 770 compositoras de decenas de países. Apenas el comienzo, a decir de la organización, que permite rastrear en su web por nombre de la artista, por era, por tipo de obra, por nacionalidad… Haciendo fácil la tarea para cualquier almita melómana que quiera zambullirse en la búsqueda y, curioseando, dé con inesperadas pepitas de oro dentro de este vasto catálogo. Catálogo donde conviven armónicamente desde la florentina Francesca Caccini, autora de La liberazione di Ruggiero dall’isola d’Alcina en 1625, primera ópera compuesta por una mujer; hasta la joven Camille Pépin, que a comienzos de este año y con apenas 29 pirulos ganase el prestigioso Victoires de la Musique Classique por su concerto para cello y clarinete The Sound of Trees, pieza que creó para l’Orchestre de Picarie.

“No se trata de reescribir la historia sino de enriquecer un repertorio esencialmente masculino. Estos trabajos tienen verdadero valor artístico”, se planta Bodin, pletórica y, a la vez, abrumada “por la cantidad de partituras que nos quedan aún por procesar”. “Que sean tantas es, a todas las luces, una excelente noticia”, destaca con tangible entusiasmo. Viendo que todo va miel sobre hojuelas, de hecho, tiene previsto subir en breve unas 4 mil obras más y así seguir nutriendo este extenso registro, gratuito y en línea, para quien guste pispiar. Detalla, por caso, que a partir del 1 de octubre su equipo de especialistas en musicología sumará las composiciones medievales de santa Hildegard von Bingen (1098-1179), mística del siglo XII que, no conforme con escribir sus teofanías, redactar miles de recetas terapéuticas en tratados de medicina e historia natural, intercambiar misivas con reyes y papas, dirigir órdenes religiosas -donde sus monjitas podían emperifollarse con flores, hacer ejercicio y empinar el codo con cerveza artesanal, cabe mencionar-, también fue autora de más de 70 obras musicales, entre sinfonías, himnos, antífonas…

Demandez à Clara tiene la suerte de cara, a juzgar por el interés que ha suscitado en Francia y aledaños, donde le llueven loas por poner el foco en mujeres de ayer y hoy que han empuñado la batuta, animándose a moverse por el pentagrama aún con ráfagas y ráfagas de viento en contra. “No hay más excusas posibles, aquí hay suficiente material para alimentar futuros programas de conciertos de artistas amateurs y profesionales, ¡pero también para estudiantes de escuelas de música y conservatorios!”, el enfático comentario de cierta prensa gala. Y es que, como señalaba el medio brit The Guardian algún tiempo atrás, “a pesar de ciertos esfuerzos individuales y del florecimiento de la musicología feminista desde la década del 80, uno podría -sin demasiada dificultad- pasarse la vida de concierto a concierto sin escuchar jamás una sola nota escrita por una mujer. Las instituciones de la música clásica tienen poco interés en romper el canon, sostenido en la idea del genio blanco masculino, cuidadosamente protegido y transmitido de generación en generación”.

El comentario venía a cuento de la salida de Sounds and Sweet Airs, de 2016, de la escritora e historiadora del arte londinense Anna Beer. Partiendo de estudios pioneros como el de Marcia Citron o el de Pilar Ramos López, de trabajos como la International Encyclopedia of Women Composers (1981), Beer perfilaba en su libro vida y obra de distintas compositoras de Europa occidental a lo largo de cuatro siglos; entre ellas, la prolífica veneciana Barbara Strozzi, de quien recomendaba entusiastamente la cantanta Che si può fare, de 1664. O la inglesa Elizabeth Maconchy, muerta en 1994, de quien destacaba su asombrosa colección de 13 cuartetos de cuerda. Algunas de las tantas mujeres que, a su decir, crearon piezas “aún cuando la sociedad les negasen o dificultase el acceso a distintos ámbitos, fuera el teatro o la universidad, fuera el podio de dirección o las editoriales de partituras, fuera la iglesia, la corte o el conservatorio”. “¡Que se escuche a Caccini y a Mozart, a Fanny Hensel y a Beethoven, a Maconchy y a Shostakovich!”, su arenga final.