Casi una década atrás, una seguidilla de sucesos desgraciados hizo que la artista nipona Yukari Chikura fuera cabalmente consciente de la fragilidad de la vida, de cómo todo lo sólido puede desvanecerse en el aire en apenas un instante. A la repentina muerte de su papá (“nos lo arrebató un cáncer antes siquiera de enterarnos de que estaba enfermo”), le siguió un accidente que la dejó con graves heridas en las piernas y el rostro, al que le sucedería el devastador tsunami que asoló Japón en 2011. “Una pesadilla tras otra, la realidad me golpeaba en cuerpo y alma”, recuerda la acongojada muchacha que, por esos días, recibió una visita sanadora. “Mi padre vino a verme en sueños” y, entre oníricos susurros, “me dijo que fuera al pueblo escondido por la nieve profunda donde él había vivido hace mucho tiempo”, relata la también música y programadora. Que, cámara en mano, no dudó un instante: se embarcó entonces en una peregrinación restauradora al noreste del país, donde la primera parada la depositó “en una aldea pequeña cubierta por copos plateados”. Sin preverlo, se topó allí con la tradicional danza del Dainichido Bugaku: celebración que acontece cada 2 de enero desde el 800 d.C., donde gente de distintas comunidades se reúne en un santuario sintoísta y realiza siete bailes sagrados en pos de solícitamente solicitar que el año nuevo traiga consigo buena fortuna. “El ritual, que data del período Nara, comienza con los primeros rayos del sol, sucediéndose los bailes sacros: Gongen-mai, Koma-mai, Uhen-mai, Tori-mai, Godaison-mai, Kōshō-mai y Dengaku-mai”, detalla Chikura, y pronto señala que, en tanto la mayor parte de los textos y las imágenes sobre la festividad fueron destruidas con el correr del tiempo, sobrevive la costumbre a través del boca a boca, de generación en generación.
“Fue solo gracias a la dedicación de la
comunidad y a sus creencias espirituales compartidas que el ritual logró
sobrevivir, no sin cambios”, anota Yukari en el prólogo de su fotolibro Zaido, que acaba de lanzar la editorial
germana Steidl en Europa, con la posibilidad de envíos a cualquier parte del
mundo. Son 69 las fotografías incluidas en el ejemplar, donde la japonesa captura
-por caso- a un noshu (bailarín) en sacrificado proceso de mizugori, o sea,
purificándose al limpiarse el cuerpito con aguas heladas del lago, mientras las
temperaturas alcanzan hasta los 20 grados bajo cero. Muestra también el
santuario dedicado a la diosa del sol, Amaterasu, en los límites de las
prefecturas Aomori, Iwate y Akita; a una bandada de pájaros que le recuerdan al
mitológico Yatagarasu, ave divina, guía sancta, considerada la encarnación del
susodicho astro en la tierra; a performers con sus intrincadas máscaras o
vestimentas típicas en plena romería por la nieve… En fin, postales que buscan,
en palabras de la artista, “apreciar y proteger preciosas tradiciones
populares”, sostenidas por lazos comunitarios, que crean una memoria colectiva sostenida
por la perseverancia de los locales.