Como en el caso de Alicia en el país de las maravillas o de El Principito, hay algunas obras de la literatura que son inconcebibles sin las ilustraciones originales con las que vieron la primera luz. Entre ellas está, en los primeros lugares de la lista, las ilustraciones que Aubrey Beardsley hizo para la edición en inglés de Salomé de Oscar Wilde. Ese grupo de trabajos en tinta quedó indeleblemente asociado a la obra de teatro y no existe edición de la obra que no contemple la asociación de su autor con el escritor.

En cierto sentido, dice la curadora de la muestra que actualmente está en Tate Modern y próximamente en el Museo D'Orsay, las ilustraciones de Salomé casi se robaron el show de la pieza teatral. Wilde, en un momento de megalomanía, recordado ese ofrecimiento para ilustrar su obra pensó lo contrario y sentenció: “Yo inventé a ese muchacho.” Es que, de algún modo, Wilde y Beardsley con sus trabajos, al mismo tiempo delicados pero sarcásticos y agudos para detectar el punto donde apretar para provocar el escándalo, definieron la década final del siglo XIX en Inglaterra y son los responsables, gracias al estrépito de sus obras y sus vidas, de haber atestado el golpe final a la moral victoriana. Este año una retrospectiva total de la obra de Beardsley recorrerá museos de Europa sin que el gran público pueda verla, obviamente. Si pensamos que se trata de las tintas y óleos de un muchacho que fue diagnosticado con tuberculosis a los 7 años y que murió a los 25 en 1898, el evento es bastante oportuno para reflexionar, entre otras cosas, en la relación entre arte y peste, entre arte y virus, y en la urgencia de las vidas condenadas por la enfermedad. Se dice que en el siglo XIX era un prejuicio bastante generalizado la idea de que los enfermos de tuberculosis eran personas con obsesiones sexuales incurables.

El clímax, ilustración para Salomé, de Oscar Wilde

COSA DE DANDIES

La muestra, que se puede ver bastante ampliamente en la página de Tate recorre casi la totalidad de la obra de Beardsley, que no es vasta, pero que provocó muchos escándalos sucesivos y siempre fue controversial. Hay artistas, como Beardsley, que se las arreglan para ser incómodos aun en los momentos más oscuros cuando saben que toda la opinión publica se pondrá en su contra y aun la crítica especializada actuará con cobardía para condenarlo. Durante su vida no se aprobó su trabajo, pero se comentó como un chisme y un secreto hasta la desesperación en toda Europa.

Puede ser que, efectivamente, haya sido Wilde quien le dio a Beardsley la popularidad, pero su estilo está enraizado en ese gran movimiento creativo que lideró William Morris, Arts & Crafts que ensanchó el campo de lo estético y le hizo formar parte de la vida cotidiana, de la decoración, de la ilustración de la literatura, del arte popular.

En sus inconfundibles ilustraciones aparece siempre esa tensión que, según Camille Paglia, es la que más le gusta plantear a la burguesía: la duda constante, inflexible y minuciosa sobre el límite entre la pornografía y el erotismo. Y si bien sus trabajos nunca son deliberadamente pornográficos tienen, en las miradas de los personajes, en el detalle sobre los genitales y en el impudor de sus presencias, la lubricidad estampada como un sello, como si cada obra fuera la imagen prohibida que ve un niño por primera vez, cuando se siente observado por mirar y entiende que hay algo en esos trazos donde acecha lo prohibido.

Esa mirada, justamente, la del “entendido”, la del que conoce de las tramas ocultas de la cultura y de las calles tenebrosas de la ciudad, son los ingredientes necesarios para hacer de Beardsley y sus amigos lo que fueron: unos “dandies”. Beardsley perteneció a esa comunidad de artistas que descubrió que el arte podía ser objetos tanto como experiencias, obras, modas, jardines, y maneras de llevar la ropa, “amaneramientos” de los gestos y hasta un vocabulario secreto que se podía usar como claves y passwords y que permitían reconocer en el tumulto indiscernible de la ciudad a los que estaban de este lado del “secreto”. (Beardsley era famoso por usar solamente trajes verdes y pañuelos amarillos, pero todos tenían sus marcas de “distinción” e individualismo esteticista).

A pesar de haber sido un joven muy culto, fue su mentor, Edward Burne-Jones, quien lo introdujo en las fuentes principales de inspiración como el arte japonés con su despojo y esa forma indefinible del despojo (wabi-sabi), tanto como en cierta idea del Arte medieval; pero sin dudas la mezcla exquisita y decadente de esas tradiciones es muy propia. De muy niño fue confrontado con el arte japonés, muy de la época ya que se habían restablecido las relaciones entre el Reino Unido y Japón, lo que generó cierto furor por lo japonés en general y sobre todo por el arte del “kakemono”, esos rollos en los que se mezcla la fina caligrafía con la imagen y que muchas veces representan escenas muy alejadas de las demarcaciones de la moral occidental. Esa composición del trazo delicado con la perversión sexual, llamaron la atención del joven artista.

Lysistrata arengando a las atenienses, 1896.

AMOR AMARILLO

Fue el editor de El libro Amarillo, un periódico quincenal de arte que incluía en cada número obras con diversas tintas de diversos relatos. Por mucho tiempo se corrió la voz improbable de que un volumen de ese periódico era lo que llevaba en la mano (verosímilmente a la manera de manifestación) Oscar Wilde, en el momento en el que es transportado a la cárcel donde cumpliría su condena de trabajos forzados. Tampoco ayudó la cita que recorrió los diarios por la época en la que el personaje de El retrato de Dorian Gray tiene “a su lado, un libro de cubierta amarilla, ligeramente rasgada y con los bordes estropeados.” La cita funcionó como clave para desentrañar el mundo de los sodomitas y sus códigos ocultos (otro tema favorito de la burguesía, “descubrir la conspiración moral que los va a contagiar porque las tentaciones son muchas y las defensas, bajas”). El rumor terminó causando que Beardsley fuera exonerado de su posición como editor. Y terminó casi con su carrera, lo obligó a vender su casa y lo sometió a una humillación pública que lo llevó rápidamente al exilio en Francia donde murió.

Si uno observa la obra de Beardsley, encontrará que el tema del secreto, el fisgoneo y la perversión aparece en casi toda su obra. Pero su marca y estilo fundamental es lo que desde 1880 se llamo el “decadentismo”. Una espacie de movimiento estético, pero, sobre todo, una forma de vida en la que se despreciaba el materialismo consumista de la sociedad que apenas se acostumbraba a la producción industrial y sus dones y placeres. Los decadentes, por el contrario, se regodeaban lánguidamente sobre lo estético fuera de lo cualquier producción industrial, lo individual, lo esotérico hasta lo religioso.

Más allá de su asociación con Wilde, y luego de haber terminado con su carrera como editor, Beardsley fue contactado por uno de los editores más peligrosos de su tiempo, por pornógrafo, un tal Smithers, que le ofreció la publicación de la ilustración de algunas obras clásicas. De allí los trabajos del artista sobre Lisístrata de Aristófanes (donde las mujeres se le plantan a la cultura de los hombres), unas sátiras de Juvenal, entre otros. En todos los casos buscando ese borde de peligro en la guerra de los sexos y del sexo. El mismo dijo “Tengo un único propósito: el grotesco, si no soy grotesco no soy nada.”

CÓMO QUIERAN

Entre sus últimas ilustraciones se encuentra la de la novela/manifiesto Mademoiselle Du Maupin de Teófilo Gautier, que se había publicado a mediados del siglo. La novela tiene una serie de curiosidades que pueden provocar a su lectura en el presente. En su prefacio el autor exalta los valores de lo estético sobre lo político, la moral y las costumbres; la virtud de la novela, por ejemplo, es que ocupa el tiempo de la lectura fuera de la lectura de los diarios y otras representaciones “indigestas”. Es uno de los primeros manifiestos bregando por el arte por el arte. Ahora bien, la narración de la novela epistolar, cuenta la historia de lo que ahora llamaríamos un Drag King, Madeleine Du Maupin, que busca probar todas las posibilidades del sexo vistiéndose de hombre bajo la identidad de Teodoro. En determinado momento Teodoro es asediado por otro hombre, Albert, que es un muchacho que también está en una búsqueda metafísico/sexual y, luego, por la novia de Albert. En determinado momento, cuando Madeleine/Teodoro se niega a casarse con su nueva novia, es desafiado a un duelo por su hermano, por haber entusiasmado y corrompido la inocencia de la joven… En el medio, los personajes travestidos van a ver Como gustéis de Shakespeare, donde los personajes se travisten… En fin, cosas de 1835. O, no hay nada nuevo bajo el sol. Como quieran. Para mí es muy difícil. Tarea para el hogar luego de ver la obra de Beardsley: Pensar, ¿se progresa en el sexo? Pero la novela en su única traducción al español está en el dominio público, así que léanla y piénselo ustedes, chicxs. Por su parte, el artista aprovechó la novela para desarrollar en las ilustraciones todas las fantasías de “performances de género” como diría una filósofa, múltiples y colmadas de voluptuosidad.

EL TIRO DEL FINAL

Hacia el final de una vida absolutamente tormentosa y llena de contratiempos, Aubrey Beardsley se convirtió al catolicismo y tuvo el efímero o terrorífico alivio de recibir los sacramentos finales en Mentón, la ciudad de la Costa Azul a donde fue buscando desesperadamente el sol. Y aunque en el tramo final de su vida pidió a su editor que destruya su obra por “obscena”, sucumbiendo a la misma moral que lo había postergado, su obra exuda felicidad, ternura y cierta alegría sin inocencia. Siendo que la inocencia era, para aquellos tiempos, igual que para éste, la condición de la felicidad: mostrar de manera abierta que el placer solo es posible si está de acuerdo con la ley, con la moral y con la vigilancia policial. Tanto Wilde como Beardsley sacaron al placer de su contexto estúpidamente familiar, inocentemente frívolo e innecesariamente autorizado por sus vigilantes. Claro que semejante riesgo supone la fragilidad de la soledad y el desprecio colectivo. Su obra delicadamente gay prácticamente definió la cultura perversa de los que encuentran en el confín oscuro del deseo, la luz de un insecto feroz e insaciable.