Creo que todos estamos durmiendo mal en estos días: no sólo los que están en cuarentena sino también los afortunados en fase 5. Porque, mal que nos pese, si hay un momento que nos iguala a todos es el momento de cerrar los ojos para dormir: somos todos iguales frente al sueño. Mi abuela, que era una cristiana renegada (con el acento en renegada), decía que la única comunión que era capaz de concebir era ésa. Cuando se asomaba al cuarto donde dormíamos todos mis primos y me oía dar vueltas insomnes en la cama, se acercaba a murmurarme en el oído: “Dormite, así te juntás con los demás”. Eso es el insomnio, hoy más que nunca: esa policía de frontera que nos impide sumarnos a la comunidad de los durmientes.
El insomnio es caprichoso: a algunos les niega de entrada el sueño; a otros los deja dormirse, pero los ataca a traición a las cuatro de la mañana, esa hora fatídica en que, como dice Marina Benjamin, “la naturaleza de la oscuridad se vuelve porosa en sus contornos”. Los padecientes de esa clase de insomnio usan mucho una imagen: se sienten arrancados del sueño como una planta de la tierra; ven cómo cae de ellos todo vestigio de somnolencia mientras sus raíces patalean en el aire, pura confusión.
Somos extraños para la noche: en cuanto nos acostamos, descubrimos que la oscuridad transfigura todo, nos comportamos como extranjeros en ella. Porque la noche viene después del día, y después de trabajar necesitamos descansar, y se nos dice desde niños que el sueño es reparador y nutriente. Creemos a tal punto en él que le hemos concedido un lugar privilegiado en nuestras casas: un cuarto propio, confort, oscuridad y silencio, colchón de alta tecnología, cubrecama de pluma de ganso, sábanas suaves, almohadas mullidas.
Pero el sueño exige confianza a cambio de sus beneficios. No por merecerlo nos lo ganamos, ésa es la paradoja: cuanto más intentamos dormir, más nos evade. Es imposible esforzarse en ceder, imponerse activamente la pasividad. Cito de nuevo a Marina Benjamin: “La mente del insomne es como un resplandeciente banco de peces inquietos que nadan como dardos. La mente del insomne patrulla sus fronteras, se alimenta de pensamientos repetitivos, rítmicos y tontamente enigmáticos, fragmentos de canciones o de publicidades, recuerdos de infancia, algo visto en internet u oído por la calle. La basura no tiene fin. Y, mientras tanto, el insomne piensa: la parte equivocada de mí está dormida y la parte equivocada está despierta”.
Los insomnes forman una comunidad extraña: podrían redactar un manual de ansiedades comunes, sin embargo no quieren, o no saben comunicarse entre sí. Cada insomne está solo. Y ni siquiera es una soledad deseada: los pensamientos rumiantes del insomne lo canibalizan, el recuento de las interminables horas perdidas lo abruma. Se vuelve exigente por desesperación: no lo conforma dormir como en una nube, quiere dormir como una piedra. No le alcanza con dormirse; pretende, además, percibir el cruce de la frontera de un reino al otro, para servirse de él en noches futuras.
Marina Benjamin pertenece a esa cofradía de solitarios y en su libro Insomnio habla de todas las taras que padecen (“Ésta es la canción del insomnio y voy a cantarla”, dice). Habla, por ejemplo, de las envidias inesperadas. Cuenta que, de chica, en la misma época en que empezó a padecer insomnio, su padre fue perdiendo la audición pero se negaba a usar audífono por coquetería. Así logró ser una máquina de soñar despierto, un sonámbulo al revés. “Convirtió su sordera en una manera de contrabandear sueño al terreno diurno”. Marina probó todo en su lucha contra el insomnio: probó dormir al aire libre en las noches de verano, pero las estrellas se le clavaban como agujas en los párpados cerrados. Probó dormirse mirando una foto del dormitorio de un crucero, imaginándose tendida en ese confort mientras las olas la mecían.
Probó la valeriana y el melatol (“No hacen efecto, sépanlo”), probó con antihistamínicos (“A veces funcionan pero hay que tomar cada vez más y generan adicción”), probó el temazepam y descubrió que la volteaba, sí, pero la dejaba tonta todo el día siguiente: “Induce una especie de amnesia del desvelo, es como sueño pero falso, porque no cura, no corrige los síntomas; los suprime nomás”. En sus infinitas rumias nocturnas, Marina descubre el secreto de Las mil y una noches (“Scherezade era insomne; sólo así lograba llegar despierta a cada nuevo amanecer. Con su relato sin fin inducía al rey al sueño y así lograba un día más de vida”); lamenta haberse identificado de niña con la Princesa del Guisante y no con La Bella Durmiente; se maldice por aquellas noches en que marchó a la cama con una linterna para leer a escondidas. Incluso llega a culpar al colonialismo por su insomnio (“Los imperios europeos llevaron la pólvora y el sarampión a sus colonias, y volvieron con azúcar, café, tabaco y chocolate: esos estimulantes fueron masivos generadores de insomnio para los europeos”).
Finalmente se inscribe en un curso de terapia conductista de cinco semanas. En la primera jornada les explican que las curas de sueño que imponen reposo obligatorio son contraproducentes (en las curas de sueño victorianas se alimentaba sólo de leche a los pacientes, como a bebés, no los dejaban sentarse ni usar las manos, hasta debían orinar y cagar acostados). El remedio moderno contra el insomnio es la restricción de sueño. Hay incluso una fórmula, un número mágico: dividir la cantidad de horas que uno duerme por la cantidad de horas que pasa en la cama tratando de dormir. El número que dé es el coeficiente de sueño y, dividido por diez, indica la cantidad de horas que uno necesita dormir.
Marina piensa: “¿Convocan insomnes y nos privan de dormir? ¿Nos ponen a calcular y sumar cada minuto que pasamos acostados? ¿No es precisamente eso lo que impide dormir a los insomnes?”. Igual lo intenta, pero es como si todo su ser se le refugiara en el cráneo. No hay postura posible, su bruxismo se intensifica, espía a sus compañeros, los cuerpos en reposo no son bellos ni serenos: giran, gruñen, resoplan, patean como ella.
Decide abandonar el curso. Vuelve a su casa exhausta, repitiendo como un mantra la frase del filósofo Hume (“Hay que hacer las paces con la incertidumbre”), pero tampoco logra dormir. Se levanta en medio de la noche, camina a tientas hasta el living, se desploma en el sofá. Desde la alfombra, su perro alza la cabeza y la mira con ojos vacunos. Marina palmea el espacio vacante en el sofá, el perro se acurruca a su lado y se apaga en cuestión de segundos, el lomo contra ella, las piernas laxas, extendidas hacia el otro borde del sofá, como una gaita. Su cuerpo tibio se eleva y se desinfla rítmica, hipnóticamente. Los minutos pasan, el silencio se espesa y, de a poco, muy de a poco, los ojos de Marina se cierran, su respiración se acompasa con la del perro, su mente se aquieta y, por fin, entre una respiración y otra, accede al sueño de los justos.