La ópera prima de los realizadores Angelin Preljocaj y Valérie Müller es un asunto matrimonial: además de ser marido y mujer, su largometraje intenta enlazar amorosamente las artes cinematográficas y las de la danza. Bailarín y coreógrafo con una prestigiosa carrera en su país, Preljocaj parece haber aportado no sólo las coreografías sino, esencialmente, un punto de vista personal sobre la maduración técnica y creativa de la protagonista; Müller, a su vez guionista, tomó como punto de partida una novela gráfica para construir un tradicional arco de ascensos y caídas artísticos y humanos. El extenso prólogo que abre el relato recorre los primeros años de la pequeña Polina –una niña de unos ocho años, primero, adolescente después– enfrentada a sus propias limitaciones y a un rígido profesor (interpretado por el ruso-polaco Alekséi Guskov), mientras se prepara para el examen de ingreso del ballet del Teatro Bolshói.
Esa primera media hora de Polina, danser sa vie resulta ser lo mejor del film y encuentra en la debutante Anastasia Shevtsova un rostro lo suficientemente delicado y, al mismo tiempo, potente, como para llevar adelante este relato de crecimiento con convicción. Los paisajes nevados de la Rusia post comunista son reemplazados por las algo más cálidas vistas de París, hacia donde parte Polina –acompañada por su novio francés– para iniciar una nueva vida, cambiando el rigor del ballet clásico por los movimientos más libres –pero no por ello más sencillos– de la danza contemporánea. A partir de ese momento, Preljocaj y Müller hacen derivar la historia hacia un convencional retrato sobre las dificultades cotidianas de una ballerine que no logra encontrar su lugar en el mundo (del baile). Separada de su pareja y con problemas de dinero, deberá aceptar un trabajo como mesera, al tiempo que la relación con sus padres se sostiene gracias al tendido de cables telefónicos.
Los realizadores intentan por diversos métodos diluir ese convencionalismo del relato (las dificultades a la hora de encontrar un modo creativo propio y artísticamente efectivo, la relación con la comprensiva pero inflexible profesora encarnada por Juliette Binoche, la dura realidad de la vida en un nuevo país) con una puesta de cámara y montaje elusivos, escapándole asimismo a algunos de los momentos de mayor intensidad y destacando, en su lugar, la descripción de situaciones aparentemente más triviales. Excepto, por supuesto, las instancias de baile, que rozan las zonas del musical tradicional sin entrar de lleno en él. Hacia el final, el círculo se cerrará de manera previsible y esperanzada, confirmando que Polina está más cerca del cuento de hadas hiperrealista que del drama íntimo de una bailarina en el exilio.