Desde que el siniestro coronavirus llegó a la Argentina y poco a poco adquirió el indescifrable nombre de Covid 19 y sus efectos se incorporaron al que ya hacía estragos en el mundo, razón por el cual, como si adquiriera la mayoría de edad, dejó de ser “epidemia” para ser “pandemia”, se ha hablado y escrito mucho sobre las pestes.
Los letrados recordaron libros fundamentales, el de Daniel de Foe, el de Camus y muchos otros, para qué mencionarlos, pero poco lo que se había escrito en la Argentina con motivo de las que afligieron a este país; hay testimonios sobre la fiebre amarilla de 1871, nada que yo sepa sobre los amagos previos, menos letales, y nada, que yo sepa, sobre el tifus que asoló al país en 1927. Hay imágenes que dan cuenta del asombro que provocaban la cantidad de muertos en ésas y en otras ocasiones, la bubónica, el cólera e incluso la polio y la fuga de quienes podían hacerlo que, al fugarse, condenaron al Sur de la ciudad a una postergación crónica de la que no se repone y que contrasta con el cariño gubernamental que se posa en el Norte, ese esplendor que gusta a los turistas y aleja de la tristeza de la otra parte. De modo que, triste conclusión, la del corona no es novedad, lo que tal vez lo es es que se sabe mucho más acerca de lo que no se sabe y que no hay más remedio que aguantar y esperar y que hacer literatura en medio de la pandemia puede esperar, como puede esperar el enfermo que no puede ver al médico y el amigo que no puede ver al amigo y así siguiendo.
Pero tanto aquellas pestes como ésta pusieron y ponen en evidencia algo que no pudo ni puede esperar, es lo que concierne al sistema sanitario que debió y debe enfrentarlas. Parece un fatalidad pero cuando se desencadenan estos flagelos, incluso y más en el pasado, se comprobó y se comprueba que el sistema no estaba ni está preparado pese a las advertencias que sanitaristas y médicos se cansaron y cansan de decirlo; las pestes le propinan una lección, que a veces se aprende.
Así, después de la fiebre amarilla se empezaron a construir centros de salud y hospitales, que son los que todavía están en la ciudad de Buenos Aires y en los que, lo sabe todo el mundo, el desgaste, los malos salarios, las deficiencias, la escasa renovación del equipamiento sólo son paliados por el personal médico que, imaginativamente busca recursos fuera del presupuesto, como lo hacen los oncólogos del Udaondo, y hace lo que puede pero no puede hacer gran cosa para resolver la superpoblación, eso que da lugar a las innumerables y patéticas historias de los turnos y la saturación de los servicios, el drama de los pobres que no pueden sino asistirse ahí mientras los ricos pueden ir a la medicina privada que, tampoco es un misterio, fue la niña bonita de diversas gestiones políticas. La del macrismo fue en ese sentido ejemplar, no hay cómo entrar a un hospital público para comprobar su orfandad. Y, entretanto, la Municipalidad parece sorda a los reclamos pero no ciega porque está atravesada por la ideología de lo privado y hace lo posible para que a las empresas de la salud no les falte nada y, pago mediante, atiendan con una sonrisa a los dolientes y por ahí los curen.
Hay tanto que decir sobre esto que se pone a prueba la competencia de quienes toman conciencia de esta situación. Lo ví yo mismo cuando tuve que acompañar a un lastimado amigo a la guardia del Ramos Mejía, una galería de casi cien metros, una cama junto a otra y los pacientes tratando de apresar al único médico a cargo, o de lograr una silla de ruedas o, incluso, un poco de hielo para aplicar a un golpe. Los hospitales públicos, como se puede apreciar por esta muestra, son el escenario de un drama social, quien cree, iluso, que la medicina debe ser gratuita y eficiente, es mal visto, no quiere gastar, gran pecado para la mentalidad pequeño burguesa, quien no quiere pagar que se las arregle, más o menos como para la educación, el agua, la luz y el transporte.
Pero las pestes también ayudan a apreciar los momentos en que el Estado tuvo una política creativa, los hospitales que fueron creados desde el final de la fiebre amarilla hasta las primeras décadas del siglo XX y que ahí están, como viejas damas orgullosas de su estirpe pero carentes de respuestas adecuadas. Y otro momento de gran lucidez, el de lo que propugnó y llevó a cabo Ramón Carrillo durante la presidencia de Perón, algo que no se olvida.
Cuando la pandemia llegó a estas tierras, el sistema sanitario estaba en crisis; varios hospitales que debían ser terminados y puestos en funcionamiento estaban paralizados, los demás preexistentes languidecían, faltos de recursos. Se pudo terminar el Favaloro, se rehabilitó el Posadas en el orden nacional, pero en la ciudad el déficit es abrumador. Las deudas son enormes respecto de lo que existe y de las necesidades que hay que cubrir: en particular, y tal vez no sea la única, lo que ocurre en la zona que incluye Villa Soldatti, Villa Lugano y el Riachuelo: una población de casi 200.000 personas que sobreviven carentes de casi todo, precariedad habitacional, para colmo con hacinamientos en villas y asentamientos, con estadísticas siniestras no sólo de Covid 19 sino, por añadidura, de dengue y, para atenernos al tema, sin ningún hospital cercano pese a que existe una ordenanza de creación desde 1986. Ahí está el problema: el Gobierno de la Ciudad no respondió a la ordenanza 41.795, que ordenó la construcción de un hospital, ni a la ley 1769 del 2005 que determinó que se construyera en el 2007, datos que provienen de una carta que un grupo de ciudadanos, entre los cuales hay médicos que conocen la desprotegida zona y han seguido esta historia desde el comienzo, con el éxito que estoy señalando: el hospital no está terminado y lo sustituye un Centro, llamado “Cecilia Grierson” que no responde ni remotamente a las necesidades ni problemas de esa población que difícilmente puede recurrir a otros servicios.
El argumento del costo es rebatible: el gobierno de la ciudad ha tenido recursos para instalar un cantidad enorme de balas de cañón, totalmente innecesarias y feas en muchas calles, ha modificado, y no ha de haber sido barato, la calle Corrientes para tener acceso fácil a cines, teatros, librerías y comederos y no puede levantar un hospital, no se puede entender; no entiendo como una persona razonable, que parece ser Horacio Rodríguez Larreta, no es congruente con ese rasgo y termina de una vez con esa enojosa situación. No puedo creer que piense o sienta como el hoy procesado González Fraga que, con enorme claridad, crucificó al universo entero de los pobres interpretando lo que seguramente pensaban los ideólogos de un gobierno que se pierde en las brumas, parece mentira que eso haya ocurrido. ¿Podrá tomar distancia Rodríguez Larreta de todo ese disparatado sueño que hemos tenido que soportar?