Volvieron los banderazos en este 17 de agosto, aniversario de la muerte del General San Martín. ¿Contra qué protestaban?, “contra todo” decían algunos sin saber que protestar contra todo es igual a protestar en el vacío, contra nada específico en particular. Una especie de marcha a la carta donde cada cual elegía su menú azaroso, lo primero que acudiera a su boca: el proyecto de reforma judicial (aunque no supieran siquiera cuantos jueces integran la corte ni en qué consiste el proyecto); contra “la falta de libertades individuales” (desde la más absoluta libertad para ejercer esas libertades y decir cualquier cosa); contra la violencia (desde posiciones radicalmente violentas y con los rostros desencajados por la ira); contra el llamado “nuevo orden mundial (frase que escucharon por ahí y no podrían mínimamente definir), contra los “embates a la democracia” (desde posturas decididamente antidemocráticas). En definitiva y lo único cierto, contra un gobierno al que le asignan los males más diversos: los efectos de la pandemia, las mutaciones virales, las frustraciones personales, la rotación de la tierra, y al que pretenden destituir sin más motivos que razones imaginarias e ideológicas. En realidad sólo excusas ocasionales, mal articuladas, para el despliegue del odio y la pulsión de muerte que no conocen de los desfiladeros significantes del lenguaje y las fundamentaciones.
Sigmund Freud señaló que además del llamado “principio del placer” (la búsqueda del placer y la evitación del dolor y del displacer), existe en el acontecer de la vida psíquica otro principio; “el más allá del principio del placer” (el encuentro de la satisfacción en el sufrimiento, la no coincidencia del “bien” del sujeto con su bienestar, la vuelta contra sí mismo, el atentado contra los propios logros, la repetición de los mismos tropiezos, etc.) cuyo ejemplo más cabal es el masoquismo. Pareciera ser que la libertad que algunos piden, es la libertad para contagiar al otro, someterlo, humillarlo, esclavizarlo, matarlo, burlar las leyes del acuerdo social. Al fin y al cabo, la libertad para el desarrollo ilimitado a la pulsión de muerte y el goce mortífero.
En éstas épocas signadas por la caída de los ordenamientos simbólicos, pasan a primer plano los acentuados procesos de desculturación y pérdida de las referencias simbólicas y el mundo comienza a funcionar enteramente por el lado del más allá del principio del placer. Prevalecen así las relaciones puramente imaginarias: las relaciones paranoides, la desconfianza y el odio hacia los congéneres, en conclusión: la construcción del otro como enemigo. Se conjetura que en épocas primitivas, antes de la mediación simbólica del lenguaje, al hombre de las cavernas, ante la presencia del semejante, le quedaban sólo dos opciones; atacar o huir. Advertía que el otro quería apropiarse de sus objetos y pertenencias. Era una relación exclusivamente especular, la proyección de la propia imagen que devuelve el espejo del otro, el rechazo de aquello repudiado de sí mismo que retorna desde el semejante, la propia agresividad reflejada. Pero hoy esto no es a causa de un resto de primitivismo que no alcanzó a pasar por el tamiz civilizatorio, sino producto del mismo acontecer civilizatorio que da una vuelta sobre su eje y reenvía a aquello mismo de lo que prometía sacarnos.
Si hay algo que la fase actual capitalista ha resquebrajado en primer término es el orden simbólico (aun cuando lo simbólico tenga también de por sí una vertiente disgregante), la convención de la lengua, el acuerdo de los hablantes. Se instala así la aversión hacia el otro, la imposibilidad de una tramitación del malestar por vía del lenguaje, la dificultad para una resolución simbólica de las frustraciones y para la sublimación de las pulsiones. El lazo social, por estructura nunca fue fácil, por supuesto, pero hoy está marcadamente resentido.
El odio, vástago de la pulsión de muerte, no requiere de fundamentaciones ni explicaciones, sólo responde a los impulsos, a la urgencia de desplegarse en el vacío hasta encontrar en su camino un punto que bordear para consumarse en sí mismo, en su propia fuente. Es así como las frustraciones de la existencia, el malestar propio de la condición humana, el vacío estructural, la falta constitutiva del sujeto, el ser para la muerte heideggeriano, la castración freudiana, la declinación y el devenir, son ocasionalmente cargados a la cuenta de un gobierno que, dado su extracción partidaria, demonizada por los medios masivos de comunicación, viene, para algunos, como anillo al dedo para el desborde de las furias.
La declinación simbólica instalada por las estrategias del capitalismo tardío, deja a los sujetos sin puntos de referencia, sin un lugar de pertenencia y de inscripción en el Otro de la cultura. De ahí la exacerbación de las identificaciones imaginarias; la fantasía de muchos individuos, de las clases medias, de pertenecer a las clases altas de la sociedad, mediante la ostentación de determinados signos identificatorios: el rechazo a lo popular, el individualismo, el anti-peronismo, la insensibilidad social, etc., inscripciones generadoras de un fantaseado prestigio, en definitiva, un madero al cual aferrarse en medio de las banales aguas de estos tiempos. La materia plástica del rebaño dócil a la colonización subjetiva de las mentalidades.
El neoliberalismo ha establecido como estrategia la destrucción del lenguaje, la instalación de la mentira deliberada como método, la implementación de las holofrases, la pérdida de la remisión significante, la prédica delirante, el maltrato al idioma, que vendrían a legitimar a los individuos para decir cualquier cosa sin los mínimos reparos, en síntesis, la apropiación de la lengua y la imposición de la lengua de los colonizadores mentales.
Por ello, la primera acción para una empresa emancipadora debería ser una urgente reflexión sobre el lenguaje, su revaloración, la instalación de un límite a su destrucción deliberada, al desborde delirante del significado.
*Escritor y Psicoanalista.