El 22 de agosto de 1973, a un año de la Masacre de Trelew, llegaron a Salta los restos de Ana María Villarreal, la Sayo o Sayito, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y esposa de Roberto Santucho. Salteña, para cuando fue fusilada junto a otros 15 presos políticos en la Base Almirante Zar, la Sayo era reconocida en la vida pública de la provincia y su imagen era un capital político, en un sentido y otro.
El día en que la trajeron de vuelta a su provincia miembros de la CGT Clasista, que habían tomado la sede del PJ (entonces en la calle Balcarce de la Ciudad de Salta) habían acordado con la familia que fuera velada en ese lugar. En una manifestación pública, como público y político era el hecho de que se la trajera a Salta, el féretro fue portado alrededor de la plaza 9 de Julio y cuando pasaba frente a la Casa de Gobierno (en esos años en Mitre 23), el entonces jefe de Policía Rubén Fortuny tomó un asa y acompañó al cortejo.
Era un momento agitado en Salta. Los enemigos del gobernador Miguel Ragone presionaban cada vez con mayor fuerza con la cantinela de los infiltrados en el movimiento peronista y, siempre en la búsqueda de alguna excusa para pedir la cabeza del gobernador y de miembros de su gabinete, fueron rápidos para tomar una fotografía y hacerla llegar a Buenos Aires. Perón la usó ante Ragone para pedir la renuncia de Fortuny, quien finalmente dejó su cargo el 22 de octubre de 1973, justo al mes de aquel día.
La Sayo está enterrada en el Cementerio Municipal de la Santa Cruz, donde cada año es recordada. Era hija de Edmundo Diego Villarreal, el dueño del hospital de muñecas, un restaurador artístico reconocido en la sociedad salteña. La Sayito tenía inclinación por las artes y si bien hizo la secundaria en un colegio religioso, estudiaba pintura y escultura en la Escuela de Bellas Artes Tomás Cabrera, y más tarde cursó Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Tucumán.
En 1960 se casó con el Robi Santucho, con el que tuvo tres hijas. Ambos eran militantes políticos y fueron destacados en la historia de los años 60 y 70.
El 15 de agosto de 1972 estuvo en el segundo grupo de detenidos en el penal de Rawson que fueron parte del plan de fuga, de la que participaron miembros del ERP, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y de Montoneros. Mario Roberto Santucho, Enrique Gorriarán Merlo y Domingo Mena, Marcos Osatinsky y Roberto Quieto y Fernando Vaca Narvaja lograron escapar, pero un centenar de presos no pudo salir y otros diecinueve quedaron en el Aeropuerto, entre estos últimos estuvo la Sayo y el 22 de agosto 16 de ellos fueron masacrados.
Cambiar a la Policía
Periodista, comerciante, compañero de militancia de Ragone, ex preso político, enrolado en el Frente Revolucionario Peronista (FRP), cuando asumió como jefe de Policía, el 25 de mayo de 1973, Rubén Fortuny traía ideas nada convencionales: erradicar la tradición torturadora de la fuerza de seguridad salteña, acostumbrada a manejarse con gobiernos dictatoriales.
El día siguiente, acompañado por el ministro de Gobierno, Enrique Pfister Frías (otro que fue renunciado por la presión de la derecha), Fortuny se reunió con los policías y les habló de “disciplina civil”, de “cambiar la policía represiva por la policía dirigida a proteger al pueblo”. Estaba a tono con aquel discurso del ministro del Interior de Cámpora, Esteban Righi, ante los comisarios de la Policía Federal: “Las reglas del juego han cambiado. Ningún atropello será consentido. Ninguna vejación a un ser humano quedará sin castigo. El pueblo ya no es el enemigo, sino el gran protagonista”.
Con esa premisa las autoridades policiales fueron puestas en comisión. Fueron demolidos los calabozos de la Central de Policía donde 190 presos, la mayoría por delitos leves y contravenciones, permanecían “en condiciones infrahumanas”, en 18 celdas con capacidad para 30 personas.
Para proveer el gabinete de investigaciones se puso en venta el equipamiento adquirido por el gobierno militar destinado a la represión; los carros de infantería fueron eliminados y la guardia con perros fue retirada de los partidos de fútbol.
En respuesta a las denuncias por maltratos y vejámenes, se iniciaron sumarios y se envió la información al juez penal de turno. A principios de junio se conocieron remociones y cambios en la Policía, y en los primeros días de julio 21 comisarios represores, entre los que estaban Joaquín Guil, Natal Ofelio Sallent, Antonio Saravia, Víctor Hugo Almirón, Roberto Victoriano Marquieguez, Arturo Ignacio Toranzos, Enrique Trovatto. Fueron detenidos, acusados formalmente por apremios ilegales y torturas.
Las medidas provocaron la reacción de sectores conservadores: Fortuny comenzó a recibir amenazas, los jefes militares le hicieron saber de su descontento a Ragone, que hasta tuvo un agrio intercambio con el jefe del III Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez. El Poder Judicial, provincial y federal, se reclinó rápidamente hacia los represores y terminó haciendo naufragar las acusaciones. Los comisarios quedaron libres en septiembre del 73 y fueron repuestos en sus cargos.
Con la misma rapidez buscaron venganza: los jueces que se habían atrevido a investigarlos recibieron amenazas y atentados y debieron renunciar. La JP, que se había manifestado en rechazo a las resoluciones que favorecieron a los conocidos torturadores, fue otro objetivo, los policías mataron a dos militantes y detuvieron y torturaron a un número indeterminado de ellos.
En ese clima, el 22 de octubre de 1973 Fortuny dejó su cargo. El rencor lo alcanzó la noche del 27 de noviembre de 1973: fue asesinado, a la vista de su hijo que entonces tenía seis años, en la vereda del Hotel Victoria Plaza, frente a la plaza 9 de Julio, por el ex oficial de policía y ex senador de la derecha justicialista Emilio Pavicevich.
Nadie intentó detener al homicida. Se fue de la plaza caminando, “como si hubiera pagado el café”, en palabras de Porota Agüero, la viuda de Fortuny, y se escondió en un zaguán donde fue visto por un policía que lo dejó ir porque “le pareció que era buena gente”. Pavicevich salió a Bolivia, y cuando regresó, ya caído el gobierno de Ragone por la intervención, fue detenido brevemente, luego se le concedió la excarcelación y finalmente fue condenado a solo tres años de prisión, por homicidio en estado de emoción violenta, una pena que la viuda de Fortuny calificó de “ridícula”.
La breve acción de Fortuny trascendió las fronteras. La referencia más célebre es la del escritor uruguayo Eduardo Galeano, que le rindió un homenaje en su obra Memorias del fuego, bajo el título Los alegres colores del cambio.