"Nunca es tarde, viejito… la oferta sigue en pie, el primero va de regalo, andá eligiendo el motivo, nomás”. Así me recordó su propuesta mi vecino, la otra tarde y fue la primera vez que me dejó pensando. Al Fede lo conozco desde su más tierna edad, desde cuando no sabía qué diablos iba a hacer con su vida, por suerte no se equivocó, siguió a su corazón, hizo un oficio con su vocación. El arte cura, redime, se venga de la maldad humana, las marcas que alguna vez fueron cruentos recuerdos del holocausto, cárceles o batallas navales, hoy son testimonios grabados en el cuerpo, elegidos libremente por los defensores de dicha expresión cultural por distintos motivos, espirituales, estéticos, simbólicos. El artista me dejó rumiando el tema a elegir en el caso de que me anime a tatuar mi piel. El diseño no sería un problema para mí, no necesito copiarlo de ningún muestrario, es una imagen que me persigue desde la escuela, mi inclinación por dibujar emblemas y mi debilidad por los soles que brillaban en los distintos escudos. Si bien el símbolo que seguramente más veces coloreé fue la divisa de mi ciudad, su gran sol naciente dominando la escena con rayos flameantes y ojos rasgados, había un espíritu de un renacimiento, del sueño de una nueva nación en cada estandarte, un deseo de bienestar, una luz natural iluminando gorros frigios, trigales, barcos, industrias, trabajadores. 

 Don Saverio, papá de Tito y delegado del equipo del barrio, nos brindaba sus charlas técnicas combatiendo la sed con Amargo Obrero, aperitivo del que me llamaba la atención el rótulo que adornaba la botella. Nuestro entrenador decía que era la bebida que tomaban todos los anarquistas. Delegado gremial de la fábrica, parecía distenderse con nosotros hablándonos de fútbol. El piso de ladrillo del amplio patio de su casa, era un pizarrón acostado en el cual dibujaba con tiza, formaciones, tácticas y jugadas de viejos partidos que todavía latían en su memoria. Su mensaje era claro, basándose en los tres mosqueteros, aseguraba que el espíritu de grupo era más fácil lograrlo entre amigos. "Si van juntos a algún lugar, vuelven todos juntos, ¿estamos?", nos advertía incansablemente. Si bien las charlas eran en conjunto, supo desterrar mi indecisión a la hora de definir en una charla a solas. "Mirá pibe, cuando estés frente al arquero rival, no creas que estás solo, todos tus compañeros confían en vos, ellos te están apoyando, te brindaron toda su confianza, el gol será de todos, nunca tuyo solamente". A partir de aquella lección me convertí en el goleador del equipo. Acaso como una forma de agradecerle tanto afecto, una tarde despegué de una de las botellas, en secreto, la bandera deseada, calqué con cuidado el puño, la hoz, el yunque, la maza, amplié el dibujo en una hoja cuadriculada, mi regalo terminó hecho cuadro colgado en su cocina. Me gustaba verlo reír, su risa contagiosa terminaba, en ocasiones, en un acceso de tos. Nunca lo escuché toser tanto como la vez que vimos por televisión a un tal Chamizo, candidato a presidente por un partido político nuevo en vísperas de esperadas elecciones. 

Para un torneo importante conseguimos las camisetas entre todos. Nos subimos a un colectivo alquilado para la ocasión, nos trasladaron hasta la sede central de una nueva fuerza política obligándonos a cantar un jingle de moda: “los argentinos queremos goles/ porque los goles son la verdad". Volvimos luciendo una casaca cada uno con círculos celestes y blancos pintados en el frente de la prenda. Durante el viaje de regreso sacamos nuestras cabezas por las ventanillas y entonamos la marcha peronista. Nos bajaron a todos a medio camino, pero no devolvimos las remeras. Don Saverio, en persona, pintó un sol sobre el dibujo estampado en la tela, simbolizando el nombre del equipo, "sol naciente". 

El anarquista se equivocó en la estrategia que usó para enfrentar a su dolor, intentó ahogarlo en vino. Sólo consiguió un archipiélago de penas flotantes sobre un río negro. Sin familia ni trabajo, se refugió en pensiones y boliches de la zona. En el bar de Calicho me invitó el último trago, fue allí que me dijo: “Estamos en el medio de la peor noche, los milicos enloquecieron del todo, sacaron el sol hasta de la etiqueta de mi amargo". Debo reconocer que aprendí a contemplar crepúsculos primero, en lo alto del viaducto detenía mi marcha para apreciar al sol desmayarse sobre un horizonte de vías y trenes en movimiento. Amanecido y sin rumbo me sorprendió impune un sol naciente entre islas y aguas marrones. Recuperé su fuerza, volví a sentir la magia de los escudos, el misterio del dios incaico, el izamiento de sueños hechos bandera. Cargando el pesar de la vida consciente, el misterio del tiempo y el dolor del amor, sigo visitando al Paraná... me reconozco. Ambos, alguna vez, discurrimos cristalinos por rápidos, saltos y cascadas, hoy nos movemos pesadamente, entre pozos de olvidos y nostalgiosos remansos. Las caprichosas islas de su delta junto a las inconstantes ideas de mi mente, vislumbran serenas, la desembocadura. Antes del fin, todo se torna profundo, la belleza se hace ley, lo cotidiano ritual. Ya no deseo forzar mis pensamientos, prefiero fugarme tras el perfume de mi memoria, un redondo silencio me confía que la respuesta está al final. En mi propio atardecer colecciono amaneceres. Desde la orilla contemplo la maravilla cada mañana, el mismo sol naciente que llevo tatuado en el alma desde siempre. 

Tengo la respuesta para el tatuador. "Fede, ya tengo el motivo que me pediste, lo llevo adentro ¿sabes? Grabármelo también en el cuero, sería una redundancia""

 

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