La historia de la radio en mi infancia está sintetizada en una voz y en la querida Spica. La voz era de mi viejo, Bernardino Veiga. Salía del aparato de seis transistores ensamblado en plástico y con la cubierta de cuerina marrón que hoy cuestan en Mercado Libre entre 2 mil y 7 mil pesos. Mi mamá, María Aurora, la posaba sobre el mismo pasto donde jugábamos a la pelota con mis hermanos Marcelo y Santiago. Mientras nos miraba de reojo, ella escuchaba con la disciplina de una crítica de audiencias las transmisiones de fútbol por radio Mitre que lideraba el relator de Boca. Casi siempre era la de un partido en la Bombonera, como aquel del 31 de agosto de 1969. Todavía recuerdo esa tarde entibiada por el sol. También la espera del colectivo 107 en la esquina de la calle Monroe. Fue cuando Perú eliminó a la Argentina por las eliminatorias del Mundial de México ’70. No sentía nombrar a Rojitas, Roma y Rattin como era habitual, aunque Marzolini sí estaba en la cancha con la albiceleste.
Tenía once años y jugaba de manera despreocupada el picado de cada domingo. No ponía demasiada atención en la radio, pero los comentarios de Aurora –la llamaban así, a secas– empezaban a cambiarnos el semblante. Ganaba Perú 1 a 0 y la selección nacional quedaba afuera del Mundial. Argentina, la que conducía Adolfo Pedernera, renacía con el empate de Albrecht de penal. Pero el equipo que dirigía el brasileño Didí volvía a pasar al frente con el segundo gol de Cachito Ramírez. Hasta el final y pese al 2 a 2 que hizo Alberto Rendo no hubo caso. La apilada del volante de San Lorenzo decoró un resultado que nos dejaba afuera de aquella Copa que al año siguiente ganaría Brasil con el jogo bonito de Pelé, Rivelinho y Tostao. En el living de la vieja casa de la calle O’Higgins seguiría a esos maestros de la destreza futbolera por televisión, pero sin la voz de mi viejo en una Spica. Nos habíamos quedado sin el Mundial. Uno de los fracasos más doloroso y recordado de un seleccionado argentino.
La que siguió presente en nuestras vidas como si fuera un integrante más de la familia fue esa Spica. Ya había desplazado hacía tiempo a una vieja radio de válvulas que mis viejos conservaban de épocas pretéritas y que sobrevivió a la mudanza de 1970. Nos fuimos a ocho cuadras cuando cruzamos la frontera entre Nuñez y Belgrano. Esa antigua radio con caja de madera y casi el tamaño de un pequeño televisor, había dejado de funcionar para transformarse en un testigo mudo de nuestra propia historia. Una pieza de museo de la que nadie quería desprenderse. La Spica, versátil, cómoda para llevar y de diseño compacto, la había desplazado como las computadoras hicieron archivar años después a las máquinas de escribir.
No puedo asegurar que el modelo de nuestra Spica fuera el ST600, el más popular de todos los que sacó la empresa japonesa Sanritsu Electric Co. Ltd. Su fabricación de radios a transistores había empezado a mediados de los años ‘50 y en la década siguiente llegó a exportar por millones. Demasiados hinchas de todos los equipos las llevaban a la cancha y durante horas no se las despegaban de la oreja. Era una costumbre escuchar el relato del mismo partido que se veía desde la tribuna, matizado por una voz que llegaba de los estudios centrales de las radios (Mitre, Rivadavia, Splendid…) y nos contaba cómo iban los resultados en otras canchas. Un top como el de la hora, un sonido pronunciado y ansiado, precedía a las novedades.
Cierta vez en el Fortín de Vélez, me
impresionó ver cómo un hincha se desprendió de la querida Spica para
arrojársela al árbitro. Nunca comprendí semejante acto de osadía ni desamor. Y
confieso que me preocupé más por la integridad de ese aparato a transistores y
cuatro pilas AA que por la salud del destinatario al que iba dirigida como un
bólido sobre miles de cabezas. Tal era el cariño que en la infancia le
profesaba a esa radio que en las tardes del Bajo Belgrano, frente al Centro de
Rehabilitación del Lisiado, me envolvía con su sonido lejano mientras jugaba a
la pelota. Como ocurrió aquella tarde de 1969 en que mi viejo relató el empate
con los peruanos que nos marginó del Mundial del ‘70. El primer y más fuerte
recuerdo de la selección argentina y de la Spica que me permitió construir mi mundo
imaginario gracias a la magia de esa voz. La de mi viejo Bernardino.