La ópera siempre formó parte del vasto universo creativo del cineasta, escritor, teórico y productor de televisión alemán Alexander Kluge. Está en sus escritos, en sus películas, y también en sus más recientes trabajos audiovisuales, integrados por breves composiciones que describe como “óperas de minuto” o trípticos en las que el octogenario realizador hace dialogar, por ejemplo, Douler me bat, del compositor renacentista Josquin des Prez, con videos de la catedral de Notre Dame en llamas, imágenes de una partitura y la fotografía de un cielo nuboso. 

El origen del amor por la ópera de uno de los intelectuales vivos más importantes de Alemania es fácilmente rastreable: su padre trabajaba como Opernarzt o “médico de ópera”, por lo que su tarea era estar presente en todas las funciones por si alguien se desmayaba. Más de una vez, el pequeño Kluge debía irrumpir en el teatro cuando la urgencia de un parto reclamaba la presencia del padre. “Mis primeras impresiones tienen que ver con meterme sigilosamente en ese salón misterioso y llegar hasta su asiento en la fila 3”, recordaría el realizador años después. Allí, rodeado de los sonidos y las luces del teatro, nació su atracción por la ópera (y el cine).

Por eso no sorprende que el cineasta, considerado uno de los padres fundadores del Nuevo Cine Alemán, del que emergieron directores como Werner Herzog y R. W. Fassbinder, haya sido convocado para participar del programa virtual de conferencias con el que la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref) lanza su maestría en ópera experimental, dirigida por el músico y compositor Martín Bauer, que comenzará a cursarse a partir de 2021. 

“Junto a las matemáticas y las lenguas, la música es una de nuestras grandes escrituras. Pero no por las notas, sino por su capacidad de reunir aire en el vientre y enviarlo a través de nuestra garganta, y alcanzar laberintos del sentimiento, catacumbas del alma que no se pueden alcanzar con nada más”, afirmó Kluge durante la entrevista que le hizo el periodista Pablo Gianera con coordinación de la gestora cultural Carla Imbrogno. “Sólo la música es capaz de generar una apertura que nos permite lidiar con nuestra educación racional sin perder la razón”, continuó en su exposición, auspiciada por el Goethe Institut, y que se puede ver en la web de UNTREF.

Citando al filósofo Theodor Adorno, con quien trabó amistad a mediados de los '50, cuando trabajó como asesor jurídico del Instituto de Investigación Social de Fráncfort, Kluge habló de los teatros de ópera como iglesias mundanas, lugares donde lidiar con aquello que no es posible expresar en la vida cotidiana. Sobre las obras que allí se interpretan, dijo que se trataba de constelaciones dialécticas en las que se condensa el antagonismo inevitable entre la realidad y nuestros sentimientos. Un arte camaleónico que puede adoptar todas las formas.

“Si filmamos cualquier ópera buena comprobaremos que el cine y la ópera son parientes, son artes del tiempo”, continuó quien fuera asistente de Fritz Lang en sus últimos films en Alemania. ”En la época del cine mudo existió la oportunidad de que el cine se convirtiera en la ópera del siglo XX. Mi maestro, Fritz Lang, habría sido capaz de ello. Sus Nibelungos (N. de la R.: en referencia al díptico cinematográfico conformado por Los nibelungos: la muerte de Sigfrido y Los nibelungos: la venganza de Krimilda) están a la altura de Richard Wagner. Hasta que apareció el cine sonoro, y con él la tiranía del teatro hablado”, señaló. 

En su opinión, el realismo del teatro y del lenguaje ahogaron las posibilidades que tenía el cine de desplegarse, “porque lo obligaron a tener siempre un sentido, un argumento con acciones entre personas, a ser comercialmente efectivo, a responder a un público determinado”. De esta forma, agregó el director de películas como Adiós al ayer y La patriota, “el cine se vio impedido de completar a la ópera y de ponerse a la par de ella”.

Sin embargo, Kluge planteó también una salida: ocupar los museos y los teatros de ópera para continuar allí la historia del cine y convertirlo en parte de la historia de la ópera. “¿Por qué pensar siempre en términos ambiciosos de triunfo o derrota? ¿Por qué las películas no pueden ser lunas que rodean al planeta ópera?”, se preguntó. Eso es lo que hizo el cineasta en febrero pasado, cuando durante la Berlinale inauguró en el teatro Volksbühne de Berlín El teatro de los cines, que consistió en la proyección de películas, muchas de ellas relacionadas con la ópera, así como videoinstalaciones, en el vestíbulo del teatro. Por si fuera poco, a sus 88 años estrenó en el festival de cine su reinterpretación del mito de Orfeo y Eurídice, Orfea, en colaboración con el filipino Khvan de la Cruz.

“Para mí la, música es más importante que lo que se está viendo. Como cineasta soy un iconoclasta, porque reduciría la imagen, pero no reduciría todos los sonidos”, señaló uno de los firmantes del Manifiesto de Oberhausen de 1962, quienes pretendían refundar el cine alemán y “retomar la historia del cine anterior a 1933”, previa al ascenso de Adolf Hitler al poder, según recuerda Kluge en su libro 120 historias de cine (Caja Negra). Pero para Kluge, el universo del sonido no está compuesto sólo por música. “También forman parte de él el sonido de la lluvia, el de la tormenta, el de las personas que duermen”, aclaró. Por eso el vacío es importante.

“En mis películas necesito la música, pero también el silencio y la mudez. Si fuera por mí volvería al cine mudo. Soy un patriota del cine mudo. En mi caso sonidos e imágenes se alternan. Es mágico lo que sucede cuando desaparece la imagen. Como cuando en la ópera Moisés y Aarón, de Arnold Schönberg, el coro canta desde los palcos, no desde el escenario, el teatro está a oscuras y la imagen por fin desaparece. También me gusta cuando en el cine todo se oscurece unos minutos y sólo se escucha algo. Ese momento es mi ídolo. Y a la inversa también debe ser posible que sólo haya imagen. Eso de que todo el tiempo tenga que pasar algo, como en televisión, que las personas creen que se rompió el aparato si se va el sonido un momento, lo detesto”, confesó. A fin de cuentas, explicó, “la pausa general es el momento más dramático en la ópera. El momento del silencio puede llevar a la música al clímax”.

Preguntado acerca de qué significa lo moderno en la ópera, Kluge señaló que la modernidad tiene forma de esfera; permite construir en base a algo que ya está hecho. “Cuando se siente desfallecer de impotencia, el ser humano encuentra dentro de sí una salida. Y la modernidad es el arte de la salida de emergencia”, resumió el cineasta, quien añadió que se trata de “un ir a fondo, a las profundidades, la trama vertical y no meramente horizontal”. Como ejemplo, planteó que si se invirtiera la ópera El anillo de los Nibelungos de Wagner, uno de los compositores favoritos del nazismo, y se la hiciera “de atrás para adelante, como Hitler jamás la vio, podríamos invertirla ideológicamente y volverla inútil a los fines de los congresos del nacionalsocialismo en Núremberg”, aventuró.