Hay libros que deliberadamente o no, terminan por anudar épocas y así avanzan hacia el futuro, a veces alternando momentos muy acelerados con tiempos muertos, de profundo olvido. Quedan en estado de latencia, dormidos, y de pronto resurgen. El caso particular de La brasa en la mano, de Oscar Hermes Villordo, es que antes de entrar en un cono de sombra después de la muerte del escritor a mediados de la década de los '90, había sido un bestseller resonante, con más de 60 mil ejemplares vendidos. No se trata aquí de un dato meramente comercial o de puro exitismo sino de un fenómeno sociológico y, desde luego, literario. Con la dictadura militar en retirada, este libro de temática homosexual, publicado con la clara intención de desafiar a la censura, fue un best seller más bien insólito, a contrapelo. Casi un contrasentido. Y de paso, dotó de fama mediática, televisiva, al autor, que hasta entonces era un esforzado poeta y narrador, hacedor de biografías y periodista.
Pero hablábamos de anudar épocas.
Efectivamente, se puede afirmar que por su textura y por los rastros consignados en declaraciones del propio Villordo, la novela fue “vivida” en los años '50 y escrita entre los '60 y '70. En 1976, durante una estadía en los Estados Unidos por una beca Fullbright, la pasó en limpio. Hubo un intento que finalmente no prosperó por publicarla en México en 1978 y finalmente vio la luz en Argentina en junio de 1983, bajo el sello Bruguera.
“El año de La brasa en la mano es 1950 -ha explicado Villordo-, cuando no había libertad, pero se podía conversar. Los homosexuales se mezclaban en la corriente como podían. Esa experiencia es la que está en el libro." Ahora, 2020, con un contexto tan diferente al de esos años '50 que parecen legendarios, pero también al de los no menos legendarios años de la apertura democrática, la edición de la editorial Caballo Negro recupera la novela de Villordo para anudarla a un nuevo clima de época. Esta novela francamente realista, testimonial, pero escrita de manera puntillosa y evocativa a la sombra de Proust ¿permitirá, quizás, una reflexión sobre la cuestión gay argentina con una comprobación acerca de su potencia por momentos involuntaria? ¿Volverá a dejar constancia de que entre sus páginas se encuentra una de las escenas de violencia sexual más extraordinarias y perturbadoras de una literatura argentina que, dicen los que saben, se inició con una violación?
Quizás, permita también repensar la posición de Villordo como escritor en el terreno de cierta elite a la que siempre estuvo integrado en forma inestable, por demás periférica, y desde luego resituarlo en el campo del realismo crítico.
No es La brasa en la mano un texto experimental ni un mero testimonio sin pretensiones literarias. Es, o sigue siendo, un cuerpo extraño en cierto canon de “literatura homosexual” elusiva y estetizante (de Manucho a Bianco), que dialoga con esa tradición pero que, sobre todo, construyó la nueva figura de su autor: de personaje menor se convirtió en súbito protagonista de una trama de dolor, vida y memoria.
De comienzo a fin
Diez años apenas separaron el fulminante efecto de la publicación de La brasa en la mano de la muerte de Villordo a causa del sida, el primer día del año 1994. Esa década fue vertiginosa para él, y obviamente la supo explotar al máximo.
Nacido en el pequeño pueblo de Machagai, en Chaco –un pueblo al que, según contaba, en un momento hubo que trasladar para no sufrir permanentes inundaciones-, hijo de un comisario, figura paterna que en la evocación era más bien benigna, de buen trato con los presos y gran lector; el niño fue becado para estudiar en Catamarca y finalmente, muy joven, recalaría en Buenos.
La carrera literaria comienza con una faja de la SADE a su libro Poemas de la calle, de 1953, y el contacto con Manuel Mujica Lainez a quien conoce en un Ateneo cultural del barrio de La Boca. Poco después entra a trabajar como empleado en la misma SADE y ahí empieza a trabar contacto con escritores. A pesar de la diferencia de edad o quizás en parte gracias a ella, se convierte en amigo y en cierta medida, protegido de Manuel Mujica Lainez. Y también arrima algunos cuentos a la oficina de Pepe Bianco en Sur. El cuento “El niño internado” narraba la relación bastante ambigua que se establece entre un militar y un lustrabotas. Aunque no se publicó, el intercambio distendió la relación entre Bianco y Villordo. Llegó a hacer algunas colaboraciones reseñando libros, pero no tendría mayor cabida en las huestes de Victoria Ocampo. En verdad su carrera laboral despega cuando ingresa en el diario La Prensa. Villordo creía haber encontrado su lugar en el mundo, pero paradójicamente tras 15 años de servicio y por haber adherido a una huelga liderada por el dirigente gráfico Raimundo Ongaro, lo despidieron de mala manera poniendo a otro en su lugar. La huelga había triunfado, pero el diario igualmente lo apartó –era jefe de una sección- por haberse adherido y él, furioso, decidió abandonar el medio sin siquiera pelear por su indemnización. Tiempo después ingresó al diario La Nación donde trabajaría hasta jubilarse y al que siguió conectado hasta su muerte.
Fue mediante un artículo en La Nación donde finalmente hizo público que había contraído el sida, lo que ya había insinuado bastante abiertamente en una entrevista de Página/12 de marzo de 1993. “Yo había tenido hepatitis virósica, y cuando este cuadro se hace crónico aparecen los virus oportunistas. El diagnóstico el año pasado era que yo había tenido megalocytovirus. Empezaron a combatirlo, pero no se lo logró todavía, y ése es el cuadro”.
Y un poco más adelante, conversando acerca de si ayudaba o no a la sociedad el hecho de que una persona que lo padece, al ser una figura pública, lo dé a conocer (agregamos ahora: tiempos de Nureyev, Freddie Mercury), reflexionaba Villordo: “La opción es bastante fuerte, pero yo creo, como creí al hablar de la homosexualidad, que la privacidad es muy importante. Yo pude no haber hablado nunca de mi homosexualidad, es una actitud, pero si se puede caer en la hipocresía, es mejor que se hable. Yo lo que te puedo decir del sida es esto: mi sospecha es que podría tener la enfermedad porque es demasiado lo que se arrastra”.
En los diez años finales de su vida publicó La otra mejilla, poco después de La brasa en la mano, casi una especie de continuación; El ahijado, una picaresca erótica; Manucho, una interesante biografía de Mujica Lainez y una biografía colectiva del grupo Sur que se publicó después de su muerte. Muchos años antes había sido biógrafo de Eduardo Mallea y de Adolfo Bioy Casares. Y en 1971 había publicado Consultorio sentimental, una novela breve y muy agradable, que tenía algunos destellos de lo que vendría después y que había sido anticipada en la revista Sur.
Un buen día, este miembro bastante periférico de la constelación Sur, sorprendió por la espalda a tanto refinamiento estetizante con sus velos y ropajes sensuales, con sus ambiguos efebos y desmayados pupilos mediante una versión plebeya de la homosexualidad. Pateó el tablero. Los enmudeció. No sin humor, Villordo rememoró la reacción de Manucho frente a la crudeza de ciertos pasajes del libro:
“Él jamás había admitido que yo era un escritor, aunque nos conocíamos desde hace muchos años. Cuando le di la novela primero me dijo: 'Ponés muy bien los puntos y las comas'. A mí me enfureció, pero después me escribió una larga carta y supe que admiraba esta novela. A él le intrigaba saber lo autobiográfico. Me dijo que no reconocía a nadie y que estaba intrigado por saber cuál personaje era yo. El narrador tiene mi entonación, pero él se daba cuenta de que no era yo. Yo soy Myriam, le dije, un personaje más bien secundario, el que recibe las bofetadas."
Es evidente que Manucho no reconocía a nadie en la novela porque sus personajes pertenecían a otro mundo, ese otro mundo que Villordo frecuentaba y él no. En gran medida, el universo homosexual verdadero. De todos modos, es posible que esta revelación haya impresionado fuertemente a Manucho. Impactó en algún centro, despertó la necesidad de revisar los intersticios del propio trauma. De ahí en más, Mujica Lainez intentaría colar aquí y allá –El gran teatro, Sergio, los capítulos de la inconclusa Los libres del sur- alguna lograda escena de crudeza homosexual.
La descripción del alter ego Myriam en La brasa en la mano (también protagonista, a los 9 años, de la escena de violencia mencionada más arriba) es impactante y reveladora:
“El Myriam terrible había aparecido, el que por obstinación, porque conocía, porque no quería renunciar, se acostaba en el balneario con los guardiamarinas, los bañistas, el último borracho del bar, el chofer que iba a orinar en el yuyal, el primer encontrado, los prostituidos que acaban por desear otro cuerpo, los estibadores de la madrugada, el enfermo escapado del hospital, el muchacho perdido, los desocupados que lo llenaban de bichos y se peinaban con el pañuelo atado al cuello para no salpicarse; todo eso que está al margen y era la ola de su balneario que aparecía y desaparecía según los reclamos de la cárcel, los hospitales y la policía”.
Una brasa caliente
Narración arborescente, La brasa en la mano es una novela que, en la mejor tradición proustiana, se va por las ramas. El narrador intenta contar a sus amigos lo feliz que se siente porque su amante/amigo le ha declarado, si bien a su manera un poco adusta, su amor; mientras lo intenta, el texto va desplegando las historias, anécdotas y padecimientos de los integrantes de ese grupo de amigos, y cuando termina de hacerlo, el amor del amante se ha terminado, y también se ha terminado otra historia con otro joven que le hacía espejo a la anterior. Ernesto/ Miguel se multiplican en soldados, camioneros, los muchachos de la barra de la esquina. Y las historias de vidas locas de Beto, Andrea, Adolfo, Myriam/Mario, Lucio, en la vorágine desatada del final, convergen en un “banquete” que convoca el desborde, la celebración picaresca, parranda de barrio que no es otra cosa que la parodia o versión plebeya de la fiesta de la marquesa de Saint-Euverte (pasaje célebre que corona Un amor de Swann) donde Babá es la marquesa y sobran personajes marginales como Conce, el guapo Escobar, el Muchacho que hacía Cinenovelas, la Viuda o el Príncipe entre los lirios. Proust derrapa definitivamente en el suburbio.
Todo el libro que, en rigor, es un largo texto sin capítulos, un fluido narrativo de capas superpuestas, tiene un tono evocativo, eminentemente, en la senda inaugurada por Proust, pero hay tanto para contar, es tan caudaloso el torrente de la experiencia vivida, que las sucesivas escenas –ásperas, violentas, humorísticas, amorosas, mínimas, grotescas- terminan por arrasar con cualquier intención de embellecerse literariamente mediante la evocación de involuntarios recuerdos. Por el contrario, son el deseo y el dolor más determinados, el punto de partida.
Villordo resaltaba la crudeza de algunas descripciones sexuales de las novelas de David Viñas (podría agregarse aquí como emblemática la violación narrada por Enrique Medina en Las tumbas), pero hay que decir que hasta La brasa en la mano no se había escrito una escena como la de la iniciación de Myriam/ Mario a los nueve años con un muchacho de 20, en un tono ambiguo entre la curiosidad, el deseo, la seducción y finalmente la violación como producto de toda esa serie del goce y el dolor, no como una objetiva descripción de la violencia:
“Entonces lo dejó hacer, tanto que el muchacho extremó sus cuidados, le dijo muchas palabras tiernas y sólo cuando él quiso encogerse por el verdadero dolor, que presentía más que sentía, le separó brutalmente las nalgas y empujó (… ) Y el peso del cuerpo lo apretaba hasta asfixiarlo, el aliento le quemaba el cuello y la otra mano (la que había soltado el empuje), le hacía daño, lo abría entre las nalgas, cada vez más para llegar al final, que ahora sí llegó, cuando se soltó y fue penetrado con un grito que lo ahogó, le llenó la garganta, le impidió gritar, lo aflojó, y tal vez con un desmayo, porque nada supo, insensibilizado por el dolor, cuando quiso reaccionar el amigo se despegaba, ya no temblaba y con mucha delicadeza lo libraba del suplicio, y caía a su lado y lo acariciaba, lo abrazaba con una ternura que lo hacía llorar, comenzando por las nalgas y por el orificio obliterado (que le limpió) y siguiendo por las lágrimas, que tanto lo avergonzaron. Así fue la primera vez, decía.”
Claro que no todas las escenas que “interfieren” el aceitado flujo proustiano que reviste el texto cuando se desliza por tópicos como los celos o el amor por un “inferior social” recurren a una dureza tan despojada y de alto impacto. Están también los íntimos detalles de una cotidianeidad abrumada por la soledad y la espera que desespera, el conocimiento de primera mano de lo que se siente cuando se vive cada uno de esos detalles amplificados por la sensibilidad herida. Como sucede en el caso de la llamada telefónica, teléfono incierto, clave de alegrías instantáneas y penas infinitas.
“No hay fuerza que venza a un teléfono, y yo tenía que seguir teniendo paciencia. Hola, me decía. Y el tiempo retrocedía. Desaparecía la espera, los pip pip, la agenda marcada, y ése era el primer llamado, no había reproches, y yo tenía junto a mí su voz, lo único que amaba. Su voz que se despertaba en el teléfono, que se enronquecía, que se arrastraba, que se desperezaba. Era tierna y cálida, lenta; crecía firme y delicada. Había que adivinar las palabras, como quien se pasea por una habitación oscura y reconoce los objetos amados con solo tocarlos. Y así nos quedábamos en silencio, él sin contestar, yo sin hablar."
Por entre los pliegues del relato que se propone fluido y se ve permanentemente interferido por la fuerza de su propia evocación, hay otras capas de sentido, otros registros que se superponen. Aspectos que seguramente, en la lectura actual, no van a hacer más que llamar la atención. Las novedades que por esos mismos años trae Néstor Perlongher acerca del nomadismo como marca de la experiencia homosexual en una ciudad que se desterritorializa, (y que también vendría a ser la clave para entender el sentido más profundo de la prostitución masculina como líneas de fuga de la normalización familiar), están formidablemente cartografiadas y radiografiadas en La brasa en la mano.
Los marineros, los soldados que saben a dónde dirigirse para poder intercambiar sexo por plata, el mingitorio como lugar de encuentro y anclaje simbólico, los bares donde estos mismos muchachos se cruzan con “los señores con plata” que tanto se interponen en la posibilidad de construir relaciones que, justamente, no estén mediadas por dinero. Todo eso está pintado con brío y con humor, también con desesperación y pena. La novela va puntuando una serie de enclaves donde se producen estas experiencias de cruce y de mezcla, hasta convertir a la ciudad y los suburbios en un único gran escenario de la búsqueda de un amor que pelea a ciegas contra sí mismo, mientras cree que pelea contra los prejuicios o las necesidades materiales.
Algo curioso sucede con los militares en la novela, y es punto de discusión entre los personajes. Se plantean un dilema acerca de la fascinación por esos hombres viriles y un poco absurdos y rígidos que reprimen y tratan mal a las mujeres, pero se absuelven diciendo que en rigor los soldados son parte de la misma desolación que les toca vivir a ellos. Por ende, el cuerpo de los soldaditos puede ser deseado sin mayores culpas, y, como siempre, el dinero lubrica la ternura que suele deslizarse en esos encuentros donde los muchachitos, lejos de su tierra, encuentran un poco del calor humano que se les niega en los cuarteles. Este aspecto no debió ser nada menor en el impacto que lograría la novela en 1983, 1984. Una vez más, un texto que anuda épocas planteaba un deslizamiento sinuoso alrededor de la figura del milico que pronto entraría en pleno campo de revisión crítica por parte de la sociedad civil.
Como sea, La brasa en la mano pateó el tablero de una época que abusaba de la famosa “hipótesis represiva” del libro de Foucault, La voluntad de saber, que en el emblemático año de 1976 se enfrascaba en un debate sobre la liberación sexual cuando comenzaba la peor represión en la Argentina. Precisamente, La brasa en la mano es ejemplo de la forma en que la liberación se ejercía con una carga de energía explosiva difícil de manejar: esa brasa caliente que quema en la mano a la que alude el título.
El destape argentino de esos años, la salida de la censura, la posibilidad de empezar a despegar las propias voces de los vaivenes de la autocensura, todos procesos culturales que atraviesan y signan la aparición de La brasa en la mano, fueron lentos, dificultosos, no se dieron de un momento a otro. Los años '80 ya en democracia también fueron bastante tortuosos en términos de libertad callejera, de aceptación de otros flujos de circulación nómade como los que reclamaba el libro. Una esencial pacatería conservadora no se terminaba de desarraigar fácilmente de las miradas de muchos lectores que podían sobresaltarse por las desventuras por momentos patéticas de los personajes de Villordo, o conmoverse con las incursiones televisivas del autor.
Pero tampoco hay que dejar de lado la explosión producida al interior de la literatura de la elite, esa que tenía en Villordo un personaje periférico, el amigo de, el biógrafo de, y que a partir de esta novela excepcional, se construyó a sí mismo en los diez años que siguieron a su publicación. Entonces aparecería un nuevo Villordo. Quizás no tan de temer como el "Myriam terrible" de sus páginas más secretas, pero sí un escritor que sin dejar de lado una afabilidad sin límites, supo traer a la literatura argentina mucho más que una novela con las comas y los puntos bien puestos.