Hace ya un siglo que cuatro muchachos se treparon al techo del viejo Teatro Coliseo de Buenos Aires y con artilugios precarios pusieron en marcha una maravilla. En aquella noche invernal un pequeño transmisor que había prestado servicios en la Primera Guerra Mundial permitió a un reducido grupo de radioaficionados escuchar la ópera “Parsifal”, que se representaba en ese escenario porteño.
Desde aquella experiencia germinal la radio no ha dejado de ajustarse al indetenible desarrollo tecnológico, a las cambiantes condiciones de las épocas y a las subsecuentes modificaciones en los usos y costumbres comunicativos de las personas. Tanto, que jamás ha sido igual a sí misma durante mucho tiempo.
Pero en esa transformación continua es posible encontrar algunas invariantes. La formidable capacidad de penetración popular y su gran credibilidad constituyen los rasgos constantes de un medio versátil, que lleva más de cincuenta años desmintiendo las agorerías que, reiteradamente, le profetizaron un final inminente.
La radio continúa siendo la compañía fiel que mitiga soledades, disuelve melancolías, propone gratificaciones perceptuales y entrega información vital. De hecho, a un mes de que comenzara la cuarentena con la que intentamos frenar el desarrollo de la actual pandemia, un grupo de peones rurales de una estancia patagónica no se habían enterado del confinamiento pues su receptor se había quedado sin pilas.
En ese contexto, la radio no solo es el medio más confiable sino el único que alcanza a tocar a las personas. Lo hace con esa prolongación de nuestros cuerpos que es la voz y con música, sonidos y silencios que generan una textualización sonora capaz de conmovernos, alegrarnos el día o ponernos a pensar.
Quizás echemos en falta una cuota mayor de “radio de autor”, equivalente a la que en su día propusieron realizadores tan notables como Enrique Santos Discépolo, Niní Marshall o aquel uruguayo entrañable llamado Arthur García Núñez, pero mejor conocido como Wimpy. Son apenas tres nombres de una galería mucho más nutrida de radialistas que no se ubicaban ante el micrófono, a la espera de que alguna musa bienhechora les susurrase qué decir. Frente al hábito arraigado de confiar en el repentismo y la improvisación, los autores responsables escogían dedicar tiempo y energías a la tarea de preproducción.
El diseño y la planificación de aquello que elegían comunicar los protegía de la enunciación de puerilidades intrascendentes y ponía a salvo a sus oyentes de la banalidad que subyace en los contenidos estériles.
No es que hoy no existan productores y enunciadores comprometidos con su tarea, ganosos de ofrecer lo mejor de sí a audiencias a las que valoran y prestigian mediante la responsabilidad con la que la consideran. Pero queda la sensación de que existe una considerable proliferación de comunicadores que reportan más a la pereza, el facilismo y el reduccionismo causal que a una producción de sentidos robusta y de suficiente espesor conceptual.
En las postrimerías del primer siglo y el comienzo de la segunda centuria, la lógica de la producción radiofónica se expandió más allá de sus dispositivos históricos. Hoy la textualización sonora también se expresa a través del ciberspacio y no solo en el éter. Muchos podcasters están ocupando hoy el lugar que antes tenían asignados los profesionales de la radio. Algunos lo intentan con voluntad enjundiosa y amateurismo insoslayable y otros combinan talento, conocimiento, sensibilidad e imaginación. Quizás sean estos últimos los que señalen el camino que la radio no merece perder.
* Docente e investigador de la Universidad Nacional del Comahue