“Hay algo de exorcismo en mi trabajo”, dice Nushi Muntaabski. Ese vértigo inexplicable habita en su magnífica instalación en Colección Amalita --a puertas cerradas, por la cuarentena--. En la exhibición, que cuenta con la curaduría de Cristina Schiavi y cuyo catálogo online está disponible en coleccionfortabat.org.ar, las obras están en diálogo con piezas del artista rumano Demetre H. Chiparus (Rumania, 1886- Francia, 1947).
Las magníficas piezas, que condensan un momento clave en la vida de la artista, surgieron tras releer las trágicas leyendas rusas compiladas por Aleksandr Afanásiev (primer folclorista ruso que editó los volúmenes de cuentos de tradición eslava, hasta ese momento transmitidos en forma oral), que solía leerle su madre. La niña Nushi adoraba esas historias.
Muntaabski abrió las preciadas cajas donde guarda objetos que pertenecieron a sus padres y los transformó en obras. Hizo esculturas blandas, seres andróginos y potentes, que representan a personajes de las leyendas rusas y que contienen muchos tesoros, como por ejemplo tejidos colosales, rescatados de esas cajas.
Con agudeza aprendida de Zsuszyka, su madre —grabadora, gran cocinera que le legó su conocimiento de gastronomía húngara—, la artista cosió capas con terciopelo ruso y trajes con telas majestuosas. Creó ropajes deslumbrantes para personajes que tendrán un sino desgarrador. No lo dudó: con los cuchillos que usaba su padre para cazar, representó a Anastasia acuchillada. Sumó collares, bordados, mostacillas y pelucas de su madre.
“Yo decía que mataba a través de la obra a quienes me habían maltratado: hombres, ex parejas: sin darles nombre, maltratos de la vida. Les clavaba cuchillos simbólicamente. Después la vida me dio un revés: la muerte empezó a rondarme”, recuerda Muntaabski de aquel momento en que le diagnosticaron cáncer. Madame La Mort, como la llama la artista, perdió la pulseada.
Sus personajes nacidos de leyendas capturan: la angustia de El plurente es tan profunda que su llanto se confunde con la lluvia, con el agua cristalina de ríos y mares. En El infortunio --una instalación inspirada en la leyenda de Iván el Terrible-- la tensión dramática de las figuras se contrapone al material blando y delicado con el que están hechas. La torsión de los cuerpos --que trazan una línea imaginaria suave en el espacio-- es un guiño a las esculturas de Chiparus. Cerca, Ojos abiertos, una extraña figura hecha con lana, pelo humano y nieve sintética, comprimida en una caja de cristal y madera (como una enorme pecera), se exhibe en una contorsión estrambótica, dolorosa, y, al tiempo, se la ve versátil, con cierta elasticidad.
En otra especie de gran pecera se metió Muntaabski, en Sueños de Vidrio en arteBA, en 2012, cuando se puso en la piel de La Bella Durmiente e invitó al público a despertarla de su letargo. Con astucia, algunos lo lograron: Humberto Tortonese la trajo a la vida con un beso; Marta Minujín y Rogelio Polesello, con cosquillas. Pero la experiencia –en la que la artista recuerda que se sumaron unas 20 mil personas– también tuvo momentos álgidos: Muntaabski recibió arañazos, mordidas, algunos la zarandearon con fuerza. Previendo alguna situación violenta, la artista se hizo de un opturador que al apretarlo activaba en sala un sistema de luces como rayos: parecía parte de la performance y alertaba al personal de seguridad. Discretamente, sacaban al agresor: “Era una manera elegante de no pedir auxilio”, recuerda.
En I Love you Me Either (versión en inglés "Je t'aime Moi Non Plus", la canción que Serge Gainsbourg hizo célebre junto a Jane Birkin también se metió en un espacio de cristal, una vidriera a la calle de un local de alfombras. Vestida y peinada como cantante de ópera, se dispuso a pelar 200 kilos de papas. Mientras pelaba y cortaba las papas, lloraba y cantaba la canción en la versión de Cat Power y Karen Elson; una de las canciones preferidas de su madre. No se dio respiro. Varias mujeres que pasaron por la calle y la vieron en medio de esa conjura contra el desamor, quisieron consolarla. “Me tocaban el vidrio y me decían: 'no llores por ese cretino: no vale la pena'”, cuenta la artista.
Tras horas de cortar papas como alienada, cubierta de tierra, se metió algunos tubérculos dentro del glamoroso vestido y se revolcó hasta el hartazgo sobre ese alimento fallido, preparado para quien nunca volvería. No hubo nada estipulado: se dejó llevar por cuerpo y alma.
En medio de la pandemia, Muntaabski trabaja en las nuevas piezas que integrarán su próxima exhibición, que incluirá música y bailarines rusos y que se presentará en Moscú y en Argentina, con curaduría del destacado historiador de arte Marcelo Pacheco.
Además, en Instagram prepara suculentas recetas húngaras y de otras procedencias que le enseñó su madre –algunas aún las conserva escritas por ella, impolutas—. Muntaabski es capaz de mechar una jalea de membrillos con La Pasión según San Mateo, de J. S. Bach –y conmoverse hasta las lágrimas– o pintarse bigotes para alguna receta pantagruélica francesa. Comparte también videos con claves de su huerto.
Muntaabski creció entre literatura y música rusa que seleccionaba su padre, un psiquiatra trotskista y amante del arte, que viajaba frecuentemente a Rusia. Zsolt Castelli, su abuelo materno, vino desde Hungría para integrar el equipo de ingenieros que construyó el Puente Nicolás Avellaneda y el Mercado de Abasto.
La artista define a su familia como un tren fantasma, con momentos luminosos, inolvidables, y otros sórdidos. No tiene dudas: su biografía está presente en su obra. A veces velada, pero está allí: anida latente. En la casa de su infancia en Haedo, recuerda, mientras sus cuatro hermanos varones jugaban al Scalextric, ella se encerraba en el placard del cuarto a escribir.
Donó las bibliotecas que heredó de su padre, sólo conserva algunas cajas con objetos simbólicamente potentes, como los que sumó en las obras de la exhibición. Hace unos días, buscó otras cajas preciadas. Puso el proyector y volvió a ver las diapositivas que tomó su padre, amante de Rusia.