Con 10 años de uso masivo y varios estallidos sociales transmitidos por streaming, parece que ni las potencias alcanzan a regir el uso o abuso de las transnacionales redes sociales. A punto tal que algunas redes, crease o no, se empezaron a regular a sí mismas. Cuando el 19 de junio pasado Twitter le advirtió a sus seguidores que un video de la cuenta del presidente de los Estados Unidos no era confiable, la red social con sede en San Francisco dio un paso histórico en materia de políticas de contenidos: en medio de una cruenta represión policial en todo el país norteamericano, la empresa accionaba contra al presidente de la primera potencia mundial.

Lejos del límite impuesto por Twitter al video que Donald Trump compartió como “transmisión original de CNN”, Facebook se negó a advertir sobre posibles manipulaciones en la cuenta del mandatario. "Las redes sociales no deberían ser el árbitro de la verdad de todo lo que dice la gente en la web”, adujo el CEO de esa red social, Mark Zuckerberg.

En otra histórica reacción, varios empleados de la empresa radicada en Silicon Valley repudiaron los argumentos de su directivo y lanzaron un boicot con huelga incluida. Poco tiempo después, una decena de empresas y ONG’S internacionales y miles de firmas medianas y pequeñas lanzaron stophateprofit.org, plataforma cuyo objetivo entra en 150 caracteres: “Enviamos un mensaje claro a Facebook: dejen de priorizar la ganancia económica por sobre el odio, el fanatismo, el antisemitismo y la desinformación”.