El formalismo exasperante y el trazo grueso del documental sobre Chavela Vargas, que fue de lo más visto en Netflix por semanas, revela una de las características más perversas de los degustadores de la música popular: valorar a un artista en cuanto entra en la cuenta regresiva de su trayectoria. Es un instante inadvertido, un pasaje, mágico si se quiere, en el que el arte se disuelve entre los contornos alegóricos de la leyenda. ¿Qué queda, al fin, de la vida de un músico? ¿Su genio, sus hallazgos estéticos, la intuición, o los detalles extra artísticos que se potencian hasta lo inverosímil según pasan los años, una variante del run run de las comadres de feria? Las promociones de Chavela, dirigida por la australiana Catherine Gund y la estadounidense Daresha Kyi, se regodean en términos estentóreos como “ícono”, “pionera”, “rebelde” y quien fuera una exquisita intérprete de las rancheras de José Alfredo Jiménez en los años 50 queda ahogada por las decenas de miles de litros de tequila que se supone bebió en su vida. O subsumida a un símbolo post mortem de reivindicaciones de género, una bandera de la libertad sexual. O a una voz crepuscular que debe ser rescatada por un director como Pedro Almodóvar para su resignificación. Quedan afuera las singularidades de estos personajes complejos, signados por una voz propia. Desde el punto de vista artístico, a estas operaciones yo las llamaría: el discreto encanto de la decadencia. Ocurre en todos lados. Así Luca Prodan fue -antes que un notable cantante de punk rock y folk, obsesivo de las obras de Peter Hammill o de John Martyn- un borrachín de estación de tren y un heroinómano, así tantos. En esa línea pueden citarse decenas de personajes románticos. Los ejemplos sobran.

Con el canto cascado y un hermoso rostro esculpido por los años, impresiona ver a Chavela cantar “Macorina”. Es una obra de teatro de tres minutos, sutil y erótica. Abría los brazos, los cerraba y decía como nadie: “Ponme la mano aquí, Macorina. Ponme la mano aquí”. Decía, casi no cantaba. Roberto Goyeneche explicaba ese estadío de los intérpretes con una metáfora financiera: “De joven cantaba con el capital; ahora canto con el interés”. Como señaló un maestro de música, la idea es “desarrollar la voz hacia un rendimiento máximo en belleza, agilidad, capacidad de modulación, proyección, dinámica, sin forzar el instrumento, cantando con los intereses de la voz, sin gastar el capital”.

El caso del Polaco guarda algunas analogías con el de Chavela Vargas. Hubo muchos Goyeneche: el primero, el de Salgán y de Troilo, con una voz entonadísima y al servicio de la función bailable de las orquestas de tango; el solista de los 60 y 70 en los que delineó el estilo, con un fraseo extraordinario y una capacidad única para saltar compases y caer en el lugar exacto; el de los 80 y los 90, ya percudido por la noche, con un aura estremecedora y una inevitable profundización de aquel fraseo que fue definido en un tango demasiado famoso a través de una infausta imagen: “garganta con arena”. Así como Almodovar tomó a Chavela Vargas y la ubicó en otro sitio –se dirá que la sacó de las tabernas y la subió a los escenarios de los grandes teatros europeos- , aquí Pino Solanas retrató a ese veterano cantor en la película Sur y lo reconstituyó al punto de convertirse en un fetiche del rock. Tal vez esa hiperexpresividad, esa sombría teatralidad, al igual que Chavela Vargas, era uno de los atajos del dolor. ¿Es esa voz herida la voz de la verdad, ya sin ningún artificio? ¿Es el sonido destemplado de una llaga que no cierra?

Antes de la “puesta en valor” del cine de Solanas, Goyeneche rebuscaba el peso por donde fuera, cantaba donde lo invitaran, hacía temporadas en Mar del Plata o un sketch con la camiseta de Platense junto con el Gordo Porcel encorsetado en una de Racing. Era un personaje de la época de oro del tango sobreviviendo en un corso a contramano. Lo imitaban, él se reía; le preguntaban por la permanencia de Platense en Primera, no por su versión de “Alma de loca” con la orquesta de Salgán…

En 1993, en el camarín de un teatro del Conurbano, después de una entrevista, Sandro me concedió una conversación en riguroso off que se extendió hasta la madrugada. Recuerdo que habló de un regalo de Elvis, de Robertone, de Pajarito Zaguri, de Freud, del tabaco y la noche. En un momento me dijo: “Yo jamás voy a dar lástima en un escenario. Espero tener la sabiduría de retirarme un segundo antes”. La tuvo. Cuando sus pulmones no dieron más, los últimos recitales se transformaron en un stand up matizado con canciones. Se reía piadosamente de sí mismo: de su peso, del enfisema, del paso del tiempo. Era un hechicero que ofrendaba sobre el final del show un rock and roll que lo dejaba exhausto. Ese rock representaba el regreso al patio de un conventillo en Valentín Alsina en los años 50, el origen de todo. Era su permitido y el humor, el conjuro para evitar la trampa. Rescatado del ostracismo a mediados de los 90, jamás perdió la clarividencia de que en los 80 era convidado de piedra donde fuera. Lo tachaban por “grasa”, era el pasado, los artistas masivos venían del rock o volvían del exilio o habían estado prohibidos. Fue víctima de la sutil maquinaria que alguien definió con un oximoron: la patota cultural. Nunca mostró rencor, aunque cualquier noche del Gran Rex podría haber dicho, como Lennon: “Los de atrás pueden aplaudir, el resto puede agitar sus joyas”. Sabía el lugar que ocupaba en el espectáculo argentino, sabía quiénes habían asomado sobre la hora en esa reconversión y quiénes lo seguían desde los ’60; diferenciaba los vestidos de las damas de las primeras filas de las orgullosas ropas de domingo de sus nenas allá atrás, arriba en el pullman, que disimulaban su tristeza al observar cómo le costaba respirar en los últimos shows.

Muchas veces el gran público paga para ver a un equilibrista deslizarse por la cuerda, con la fantasía de ser testigo de la caída. Chavela Vargas, Roberto Goyeneche y Sandro son ejemplos de tres artistas populares formados en la tradición, que fueron exitosos y olvidados, que tensaron los límites de una manera excesiva, abismal, hasta ser congelados en la leyenda. Ese tratamiento sesgado, esa cristalización que deriva en documentales, tiene tanto de homenaje como de justicia tardía