Aunque pasaron 100 años y la era digital ha sido capaz de jibarizarla en formato celular o en minúsculos auriculares,todavía somos mayoría quienes nos reconocemos incapaces de responder a una pregunta básica: ¿y cómo hacen las voces para llegar hasta aquí?
Aunque nos lo explicaron mil veces y aunque la respuesta está disponible en un solo clic, resistimos en una nebulosa más próxima al romanticismo de la palabra “éter” que a la ignorancia del montón. Si nos apuran somos capaces de responder: “¿Lo qué?” como Catita (Niní Marshall) a Juan Carlos Thorry en los años 40: “La comunicación sin cable se produce por obra y gracias de los rayos católicos”. Pero en las primeras décadas del siglo XX no fue así. En todas las casas se sabía cómo se hacía una radio. Se publicaron centenares de revistas y hasta libros con instructivos y se vendieron las partes para abaratar los costos y levantar la mística con el “Hágala usted mismo”. Sí, en masculino: el jefe del hogar la armaba y el resto se repartía las horas de la vida según la programación. Cada radio tenía un “gong” para marcar las horas convirtiendo al paso del tiempo en una noticia. Radio el Mundo llegó a tener uno fabricado por expertos locales, tan fabuloso que fue comprado por los de la BBC…
Tal vez sea su doble condición de electrodoméstico y de ovni lo que hizo de la radio una criatura difícil de archivar. No se sabe muy bien si debe ir al casillero de la nostalgia junto con otros aparatos vintage como el tocadiscos y la enceradora; a la enciclopedia de los grandes inventos, o si la resucitación digital la reconvertirá en hito de mercado. Lo que sí sabemos es que ese objeto que provocó una revolución tan definitiva como la rueda, la imprenta o el tren en la percepción del espacio y del tiempo, sigue siendo considerado parte de la familia, de los cuerpos, de la casa, que en un automóvil es un accesorio casi tan importante como las ruedas y que en las mañanas y en los taxis funciona como despertador y aire acondicionado, respectivamente.
Hoy no es el día de la radio. Es el día de una argentinidad no al palo sino a la “eter potencia”. Naciones Unidas y la Unesco, que siempre están eligiendo Días Internacionales “para sensibilizar al público sobre temas de gran interés” fijaron el 13 de febrero como Día Mundial de la Radio conmemorando que en 1946 fue creada la Radio de las Naciones Unidas. En la Argentina, el 27 de agosto, claramente se festeja otra cosa. Ni la paz mundial ni la guerra de los mundos que provocó la emisión de Orson Wells.
La mitología de la radio nacional y mundialmente pionera lleva título de broma lunfarda. “Los locos de la azotea”. ¡Y claro! ¿De dónde iban a ser locos si no de la azotea? Hoy se conmemora lo que se considera una marca nacional desde hace más o menos cien años: la voluntad, la osadía, la capacidad científica y aficionada, la proeza. Unos jóvenes universitarios que se suben a la azotea del teatro Coliseo y consiguen traficar unos cuantos gramos de Wagner. No importa si fueron 40 o 100 las personas que pudieron escuchar a la orquesta sin pagar entrada, lo importante es el alambre con el que se ató y la fundación de una promesa que no paró nunca: la cultura baja y alta fusionadas al aire, en el lugar donde se tiende la ropa. Y lo que sigue es una cultura heterogénea pero marcada por la estética y la lógica radiofónica. Es la inflexión de actriz en los discursos políticos de Eva Perón y también en el fervor de los de Cristina Kirchner. Como también es el acartonamiento de locutor engolado de toda una clase política y masculina. Son los vestidos de Paco Jamandreu que jamás habrían existido si el niño Paquito en el comedor de su casa de pueblo no hubiera podido imaginarse a Mecha Ortiz y Zully Moreno yendo de aquí para allá, vestidas con sus figurines. La literatura de Manuel Puig no tendría relator, ni música de fondo, ni suspenso. La televisión sería otra televisión de no haber sido hecha a imagen y distancia y por los mismos autores. Pero la radio no es simplemente una cita en la literatura, el cine y el arte. Es una matriz. Reglas de cursilería y de conversación. De pausas y de resortes de la emoción. Desde el modo de vender un producto en relación a una figura, hasta el modo de anunciar emociones con silencios y acordes.
Si como decía Godard, "el cine es la verdad 24 veces por segundo", la radio también aceleró la percepción del mundo cotidiano pero a una escala mucho más orgánica. De todas las llamadas “prótesis tecnológicas” es la que logra esas pequeñas victorias de la interioridad. El pequeño Toto de Manuel Puig y el pequeño Alberto Migré, se salvan de una niñez avergonzada, pegados a la fantasía de la radio asistiendo a la escuela de música, narración, sexualidad. Con un descontrol y una capacidad de reunión que apenas puede compararse con el de internet, las mujeres también se salvan. Los radioteatros hablan de ellas. Hasta la llegada de la televisión transmitieron conflictos de los que nadie hablaba. Las heroínas se embarazaban, eran violadas por villanos, abortaban o tenían un hijo que alguien le arrebataba. Las filiaciones se hacían oscuras y confusas, las herencias, injustas. Una verdad cruda y cursi del derecho de familia se desplegó como nunca. La radio fue capaz de transmitir una verdad más íntima, capaz de negar aquello de que ojos que no ven corazón que no siente.
El fenómeno de la radio en el sentido más complejo de “compañía” es universal, le pasó a Almodóvar, le pasó a Woody Allen y hasta Bertolt Brecht le dedica un poema al “Pequeño aparato de radio”: “Cajita con la que cargué cuidadosamente en mi huida/para que sus lámparas no se me rompiesen/y mis enemigos no dejaran de hablarme/en la cabecera de la cama y con gran dolor mío/de sus victorias y mis penalidades./Cerrando la noche y empezando la madrugada:¡prométeme no enmudecer nunca de repente!”
Supongo que es lo mismo que sentía mi abuelo cuando sintonizaba Radio Colonia en los años de la dictadura, “para escuchar noticias” cuando en las radios locales no se conseguían. O lo que sentía yo abducida por esa voz marciana que decía “Hay más informaciones para este boletín” que hoy vuelve como sólo un perfume es capaz de volver, se ve como una foto de familia y sigue inquietándome como un toque de queda. De tan moderna y de tan artesanal, de tan presente, nunca sabremos si la radio es el pasado o un mensaje que llega desde el futuro.