Si recordamos que el discurso no es sólo el medio a través del cual se lucha sino también aquello por lo que se lucha, o sea, de lo que el poder quiere adueñarse, se comprende mejor la irrupción de Eduardo Duhalde. Sus palabras no requieren de verificación sino que funcionan como advertencia.
Por un lado, pretenden iluminar una zona oscura que no estaríamos viendo: país al borde de la anarquía/desintegración política/militares conspirando para recomponer el orden perdido. Munido de lo que informan tanto los suburbios como los subsuelos de la patria, trae la voz de quienes languidecen (y están dispuestos a matar o suicidarse) y también de los salvadores (preparados nuevamente para intervenir). Una especie de parábola decaída de la violencia se dibuja en estas afirmaciones, aunque resulta difícil comprender quiénes serían los sujetos políticos de los que habla y cuáles sus motivaciones. Tendríamos que componer un caos en principio anti-político y resistir la impresión de anacronismo que sobrevuela esta anticipación, que es también amenaza y deseo velado.
No deja de llamar la atención que el pregonero se haya tomado el trabajo de contar no los golpes militares sino los presidentes de facto entre 1930-1983, de modo de elevar su número de seis a catorce, y repetir esta cifra como un mantra, que nos convierte de golpe en los campeones mundiales de las dictaduras, cuando hasta ayer nos regocijábamos de ser el único país del mundo que logró juzgar con sus propias leyes y tribunales comunes a los responsables de los mayores crímenes de nuestra historia ¿Cómo nos coloca de un mamporro este discurso en tan inhóspito lugar? ¿Cómo trasfunde hazañas de un modo tan avieso para reavivar el fondo oscuro del que venimos en lugar del territorio de la memoria, la verdad y la justicia que supimos construir con tantas y tan largas luchas colectivas?
Más allá de su verosimilitud, este discurso ¿con qué dialoga? Se produce en un momento particular: pandemia, crisis económica, intento de desestabilización política, restauración militarista en la región, y también, tiempo de clivaje del proceso de transmisión que encabezaron por años los organismos de derechos humanos. Irrumpe de un modo que genera extrañamiento. Se enseñorea como discurso que habla sin tabués y nos preguntamos ¿qué inquietudes, heridas o rumores expresa? Y también ¿qué esperanzas organiza?
¿Y quién soporta el discurso? ¿El mismo que le susurró al ex presidente Néstor Kirchner antes de asumir que podía sacar la constitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final con la Corte de aquel momento y terminar con ese problema para que pudiera gobernar tranquilo?
Podemos conjeturar que este decir, en tanto acto de poder, busca impactar sobre los logros fundamentales de la cultura de los derechos humanos en Argentina: el rechazo social mayoritario al terrorismo de Estado y la defensa de la democracia como forma de gobierno y resolución de los conflictos. Suponer que espera también que los actores políticos entiendan de una vez esta férrea advertencia a la unidad, y si eso no pasa, que haya una sociedad dispuesta a recibir un evento por completo disruptivo (un golpe o un golpezinho) sin memoria y por lo tanto, sin resistencia. Nos toca conjurar los peligros de este llamado a los fantasmas del pasado para aventar un futuro disciplinado con el poder.