No hay en el niño una facultad “natural” que le permita distinguir entre el bien y el mal. La ética no es innata sino adquirida. Le es impuesta al niño por un dictamen exterior, que paulatinamente irá haciendo suyo. El niño, al percibir su desvalimiento, pierde la ilusión de una fusión perfecta con la madre. La autosuficiencia deja paso a un sentimiento de inferioridad. La etapa del yo-ideal es idílica. Uno está inmerso en el mundo sin siquiera saber que existe el mundo. El niño es echado del Paraíso. El ideal del Yo rescata todo lo que puede del naufragio del yo-ideal. Como si tomara fuerzas de la nostalgia que siente por la época en que era para sí su propio ideal. El niño accede a los otros gracias a ese gran mediador que es el otro primordial. El niño demanda amor a ese protector omnipotente. Algunos apoyos son dados al niño incondicionalmente. Haga lo que haga, se porte como se porte, recibirá amor. En el primer caso, el niño entiende que tiene cierto valor, puesto que sus padres lo aman contra viento y marea. Pero este amor incondicional no lo prepara para provocar amor en personas que no sean sus padres.
¿Cómo se consuma el paso del yo ideal al ideal del yo? La desmentida del objeto propia del yo ideal es reemplazada por el reconocimiento del objeto, su sobreestimación y por la ulterior identificación. El ideal del yo es el sustituto de la perfección narcisista primaria, pero separado del yo por un desgarramiento inevitable. El niño, cuando percibe su desvalimiento, pierde la ilusión de una fusión perfecta con la madre. Y al reconocer así las fronteras entre el yo y el no-yo la ilusión de autosuficiencia deja paso a un sentimiento de inferioridad. “El ideal del yo transforma el ideal de la satisfacción en satisfacción del ideal” (Green, 1990b).
El ideal del yo articula narcisismo y objetalidad, principio de placer y de realidad. Implica proyecto, rodeo, temporalidad. El niño proyecta su ideal del yo sobre modelos sucesivos. Frustraciones y gratificaciones dosificadas, “óptimas”, lo impulsan a desprenderse de ciertas satisfacciones y lograr otras. Cada momento histórico le proporciona gratificaciones conservando la esperanza de recuperar la plenitud narcisista. La madre le ayuda a proyectar “frente a sí” su ideal del yo preservando esa promesa narcisista.
El bebé está enfrentado a una doble exigencia: la del cuerpo, lo pulsional, y la de la madre, de la cual demanda amor. Esta polaridad tensional se va complejizando: lo pulsional deviene campo del deseo estructurado según las leyes del proceso primario. Pero hay otro registro que no se puede obviar: el del narcisismo. Freud lo enunció: placer en un sistema, displacer en el otro. Placer, valor, realidad marcarán los bordes al conflicto. El psiquismo tiene varios “atractores”, cada uno con su origen histórico: demandas pulsionales, exigencias superyoicas y apremios de la realidad. Interrogante isnsoslayable: ¿“Quiere alguien mirar conmigo hasta el fondo del misterio dónde se oculta la fabricación del ideal sobre la tierra?” (Nietzsche, F, 1887)
Freud (1932) reconocía la heterogeneidad del Superyó: “no es una abstracción, es una constelación estructural”. El Superyó es multitud de voces, miradas, personajes significativos. Es la internalización de deseos y tabúes, anhelos y prohibiciones. Día a día va haciéndose cargo del “mundo externo” y, particularmente, de los valores de la cultura. El niño y el adulto necesitan ser amados por su Superyó, como también necesitan ser amados por las personas de su entorno y necesitan que sus logros sean respetados por la cultura (o por su microcultura). El Superyó “alberga la consciencia moral, la autoobservación y el ideal del Yo” (Freud, 1932). Emite juicios. La piel tiene una facultad natural para distinguir entre frío y caliente. Pero el Superyó distingue entre “bueno” y “malo” sin la ayuda de ninguna facultad innata. El niño se somete al dictamen pues el que lo dicta es aquel que lo socorre en su desamparo.
Una serie de acontecimientos le dieron al Superyó una dinámica centrífuga. Y un trabajo de simbolización lo despersonalizó al alejarlo de los objetos parentales. El Superyó es transgeneracional. El tratamiento no consiste en corroborrar su hipercrítica, en darle la razón, sino en darle batalla, a esa instancia que mira con desprecio y con furia todo lo que hacemos y haremos. Freud (1937) fue claro: “desmontar al Superyó hostil”. Las aspiraciones acerca de lo que se debe ser y tener (ideal del yo), así como las consignas acerca de lo no se debe hace (consciencia moral), están conformadas por las aspiraciones de padres o sustitutos. El superyó, al constituirse como instancia crítica, es alimentado también por el amor de los padres, vigilando al yo con el fin de garantizarle una confianza básica y evitando separaciones excesivas en relación con los ideales. Este aspecto “bienintencionado” del superyó suele ser pasado por alto, en beneficio de sus representaciones más severas, esencialmente prohibitivas y punitivas.
El Superyó es y no es heredero del complejo de Edipo. Lo es porque comenzó esperando amor de las figuras parentales y así se constituyó como instancia intrapsíquica. Y no lo es porque hereda también de múltiples figuras. Congelar el Superyó a los cinco años, como congelar la constitución subjetiva, es ignorar que la historia identificatoria continúa a lo largo de toda la vida.
El Superyó es vocero y guardián de los rasgos más significativos del desarrollo del individuo y de la especie. En términos de Freud, procura “expresión duradera al influjo paternal, eterniza la existencia de los factores a que debe su origen” (1923). Subroga los rasgos más significativos del desarrollo del individuo y de la especie. Procura “expresión duradera al influjo paternal, eterniza la existencia de los factores a que debe su origen. [Mientras que el yo es] esencialmente representante del mundo exterior, de la realidad, el superyó se le enfrenta como abogado del mundo interior, el ello” (Freud, 1923). En “El Esquema” modificará su punto de vista. “Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto representan los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, en lo esencial, los del pasado asumido por otros. En tanto el yo está comandado principalmente por lo que uno mismo ha vivenciado, vale decir lo accidental o actual.” Mediante esta afirmación recalca el carácter no endógeno del superyó sino su dependencia de lo social.
Luis Hornstein Premio Konex de Platino a la trayectoria en Psicoanalisis (década 1996-2006). Su último libro es Ser analista hoy (Paidos, 2018).