Ellas no quieren ir a Moscú, o al menos no se animan a decirlo en voz alta. Su exclamación se limita a un secreto entre hermanas. Aunque estas mujeres no se lucen por su capacidad de aprender, se supone que algo entendieron de esa primera escritura que las instaló como personajes del realismo. Los deseos aquí no se cumplen. O tal vez la dificultad se explique en la formulación de un objetivo equivocado, ese que no resuelve el sufrimiento sino que lo estanca hasta volverlo irremediable. 

Existen dos planos en la escena que vienen a herir lo real, a componer cierta inestabilidad en los modos de pensar el tiempo porque el presente y el recuerdo ocurren en simultáneo o porque algo de lo que está por venir se anticipa, se apresura como un espectro que le da al futuro un tono pálido y reiterativo.

La idea del doble surge como una estructura en Mis tres hermanas. Sombra y reflejo porque Marcelo Savignone agrega al texto chejoviano una escritura propia. Ese montaje funciona como una dramaturgia invadida y reapropiada que comienza cuando las protagonistas ya vivieron los hechos contados en el material original y eso que saben debilita la ilusión de antaño. La versión de Savignone será más apegada a las palabras que Antón Chéjov nunca se privaba de poner en ridículo. 

En las obras del autor ruso la acción dramática funciona por acumulación. Los pequeños conflictos se amontonan y los personajes carecen de la habilidad que les permita delinear estrategias para aproximarse a sus sueños. En Tres hermanas las protagonistas están atadas al destino de una clase alta rural y ociosa que identifica en el mundo del trabajo una vitalidad iluminada, como un anticipo de esa revolución bolchevique que Chéjov nunca alcanzó a ver.

Pero Olga es maestra y llegará a ser directora. A ella su tarea le provoca unos dolores de cabeza extenuantes y se imagina que casada y dedicada a la vida doméstica sería más feliz. No duda al ver a María, su hermana menor decepcionada frente al imbécil de su marido pero todavía fresca y rebelde, la única de ese trío que se animará a ir hacia su deseo. 

En la puesta de Savignone la escena se concentra en la habitación que comparten Irina y Olga. Allí, las tres hermanas, aluden a las acciones ausentes como en el teatro griego, las relatan o asumen los textos de otros personajes como propios. Son observadas sin descanso por sus reflejos, imágenes de ellas mismas más jóvenes o más grandes, según el momento en que las actrices avanzan o se repliegan en esa escenografía perfecta que gira y cambia de frente para reproducir esa casa a la que el drama se aferra. 

En realidad Savignone encuentra en el tercer acto del texto clásico la síntesis de toda la peripecia narrativa. En ese momento las tres hermanas hacen estallar el conflicto como un arrebato, como un instante de descarga que no tendrá una traducción a la acción. María confiesa su amor hacia Vershinin y Olga, la encargada de cuidar un orden que siempre responde al idioma de la masculinidad, no querrá escucharla. Esa falta de pudor en María que no ve en su condición de casada un límite para dejarse conquistar por otro hombre, tal vez funcione como un estímulo para Irina al momento de declarar que no soporta al Barón. Ese tipejo horrible que va a buscarla todos los días al trabajo como un mendigo o un verdugo, invariable en la promesa de que la perseguirá siempre. 

Olga no puede permitir que sus hermanas decidan y mucho menos que incumplan la voluntad masculina. En ese territorio que ella defiende, la mujer no puede elegir. Los hombres disponen el lugar de cada una y ellas deben aceptarlo como un regalo que al comienzo despierta algún rubor pero finalmente se deberá agradecer.  

La edad de las protagonistas es un estado que no se somete al dato cronológico. Cuando Irina dice con desazón que tiene veintitrés años y su ocupación en el correo la está destruyendo, cuando descubre que el trabajo no es un remedio para su tedio de burguesa, la percepción del tiempo es mucho más añeja y amarga que su propia carne. De algún modo la convivencia de cada actriz con su doble viene a materializar esa diferencia entre lo aparente de esos cuerpos y un estado más existencial que en Chéjov siempre se manifiesta con cierta banalidad.

Esa capacidad para despertar un humor casi imperceptible en el mismo instante que el dolor más descomunal se enuncia con cierto reparo sin que nada se desacomode en esa aristocracia enclenque, es lo que convierte al autor ruso en una de las pruebas más exigentes para la interpretación. 

Hay en la trama una delicadeza tan natural que se parece peligrosamente a cualquier escena cotidiana. En esa trampa cayó el mismísimo Konstantín Stanislavski la primera vez que se atrevió a dirigir La gaviota. Después de ser derrotado por el texto entró en un diálogo absolutamente indispensable para la historia de la pedagogía teatral con el autor ruso. Chéjov describía un escenario donde las situaciones se contaban desde una fachada que parecía insustancial. Tomar el té, hacer trámites, cocinar, eran hechos mínimos que escondían las verdaderas catástrofes. Él estaba convencido de que sus obras eran vodeviles y se equivocaban aquellos que confiaban demasiado en la sensibilidad de sus personajes. Stanislavski, entonces, cambió su sistema de actuación. Dejó la famosa memoria emotiva a un costado (aunque no la abandonó totalmente) y alumbró el método de las acciones físicas donde el tránsito por el conflicto hacía posible la verdad escénica. 

En Mis tres hermanas las actrices Mercedes Carbonella, Merceditas Elordi, Sofía Gonzalez Gil, Andrea Guerrieri, Marta Rial y Belén Santos logran alcanzar esa tonalidad que une lo grave con lo superfluo para desangrar en un humor extrañado. Esa chispa se articula con la escritura de Savignone que inunda el texto chejoviano de otro registro en el mismo plano del realismo, una forma más accesible que permite a las actrices descansar de esa otra acción invisible en los términos de la anécdota.

Savignone establece una equivalencia con la dictadura a partir del relato de ese incendio que opera como la forma gráfica y catastrófica de un sistema que iba a ser aniquilado. Borra el contexto de una Rusia de finales del siglo XIX para armar un ambiente provinciano en los años setenta. Esos militares que poblaban la casa de las tres hermanas, exponentes de una burguesía en decadencia, se trastocan en oficiales en pleno poder de destrucción. 

La vulnerabilidad de las tres hermanas está ligada a su condición de clase. Natalia, la cuñada que no tiene la cultura de estas mujeres que hablan varios idiomas y tocan el piano, que desconoce el buen gusto a la hora de vestirse, es la que termina definiendo la acción dramática. Con apariciones secundarias en el texto de Chéjov y directamente ausente en esta versión, es implacable al momento de ganar terreno en la casa de las hermanas. Su poder es hogareño y concreto. Los personajes pasan a desentenderse de los conflictos, son una materia dócil para las ambiciones de Natalia.

No importa que Andrés hipoteque la casa por sus deudas de juego. Las situaciones que se exponen como fatalidades quedan abiertas, sin un sujeto que se proponga remediarlas.  

Las mujeres chéjovianas son muchas veces la consecuencia de un amor no correspondido o, más precisamente, de una cobardía de esos hombres que parecen amarlas pero nunca dan ese paso definitivo que los saque de la infelicidad.

La condición masculina es marcadamente simplona en esta obra. Incluso Vershinin, el coronel que seduce a María es un insípido amargado que destila una filosofía trivial. María ve allí una inteligencia que la encandila, del mismo modo que se sintió intimidada por la posición de maestro de escuela de su esposo cuando ella era una adolescente. Las tres hermanas se obligan a la admiración de esas figuras masculinas casi caricaturescas, al extremo de tomar el discurso de Vershinin como una guía existencial al final de la obra.  

Andrés, el hermano que debía destacarse como científico, se detiene a cuestionar el comportamiento de sus hermanas cuando ya es muy tarde para darle a esas palabras algún arraigo que modifique esa relación con el recuerdo estrictamente contemplativa. 

Apostar por el deseo tampoco es una solución para María que quisiera huir con el coronel pero su amado prefiere obedecer a sus superiores y partir sin ella. En Chéjov la acción no cambia el estado de las cosas porque hay un orden que decide por sus personajes, un sistema dedicado a producir seres frustrados. El suyo podría ser un pesimismo pre revolucionario.  Y

Mis tres hermanas. Sombra y reflejo se presenta los domingos a las 17.30 en La Carpintería.