El problema de la unidad o de lo Uno y su relación con lo múltiple es una cuestión política, ontológica, filosófica, estética y teológica de primer orden. Refiere siempre a un modo de comprender el ser, el pensamiento, la sensibilidad y la trascendencia de lo humano, demasiado humano, todas ellas figuras de la vida en común. Desde luego, todo esto requiere una profunda meditación, pues atañe a los grandes temas que han interesado a la humanidad desde sus comienzos. Nos interesa aquí pensar su dimensión eminentemente política y el carácter dramático que adquiere en la coyuntura actual. Se dice “unidad nacional” o “unidad de todos los argentinos” y su enunciación conmueve, porque evoca una consigna fuerte para la historia argentina, en particular para las genealogías del peronismo y de los movimientos nacional-populares. Sin dudas, la cuestión de la unidad nacional nos importa tanto hoy como ayer --quizá hoy más que ayer--, frente a las formas más barbáricas del capital que desguaza y coloniza los Estados, las identidades y las culturas, convirtiendo toda vida social en mercancía, y haciendo de lo que queda del mundo un gran bazar, acaso ahora virtual. ¿Unidos o dominados?
Pero la unidad o el consenso tan aclamado, que creemos importante, no puede hacerse al precio de la sumisión de vastos sectores sociales, de la aceptación de las condiciones de desigualad existentes. Por eso grieta es mal concepto. Ha sido una palabra equívoca, más vinculada al lenguaje geológico de un mundo sin humanidad que a la lengua política de las luchas y los conflictos sociales; como si la historia y la política fueran un desierto y no un espacio y un tiempo vibrante abierto a la contingencia de lo social.
En efecto, la palabra grieta ha aplanado en algún punto nuestra lengua política y ha tenido un efecto despolitizador. Forjada desde las usinas de los “grandes medios” de comunicación de masas ha operado como catalizador de cualquier forma de antagonismo. Grieta es palabra fútil que vacía el lenguaje político e impide pensar los conflictos, las tensiones y las luchas en su propia historicidad y contingencia, como así también sus posibilidades de resolución o transformación. El kirchnerismo en muchos casos ha sabido leer y se ha dejado atravesar por esa conflictualidad que es inherente a la historia y a las fuerzas vitales que existen en toda sociedad. Quizá no siempre ha sabido o podido resolverla.
La palabra grieta tampoco nos ha permitido pensar muy bien la naturaleza y constitución de las identidades políticas. Hay política precisamente porque las identidades no son fijas ni están establecidas de una vez y para siempre, sino que se traman de modo singular en cada coyuntura y como efecto de las fuerzas que aún perseveran en la historia. Aquí late uno de los principales desafíos de los movimientos nacionales y populares, de las dirigencias y de las militancias, en recuperar una cierta concepción de la política como capacidad o potencia de afección, de afectar y ser afectado, de escucha e interpelación colectiva.
A diferencia de la palabra “grieta”, “contrato social” y “ciudadanía comprometida” son dos grandes conceptos de nuestros lenguajes políticos y sociales. Cristina Fernández de Kirchner los ha nombrado con insistencia en los últimos tiempos. El primero tiene una larga historia en la filosofía política moderna. Más allá de las simpatías que uno pueda tener con las teorías del contrato social que van de Hobbes a Kant, su enunciación manifiesta la necesidad de un nuevo orden que, visto desde la perspectiva actual, se vincula con la idea de una “nueva anormalidad”. Hemos dicho bien y lo repetimos, “anormalidad”. ¿Es que acaso no es la normalidad el problema? Si esto es así, como creemos que lo es, la idea de contrato social es irreductible a su dimensión económica, aunque la incluye. Alude fundamentalmente a la necesidad de un “nuevo orden social” que implica necesariamente un nuevo principio de legitimidad que reponga un sistema de derechos y active la democracia como grilla de inteligibilidad de nuestras prácticas e instituciones políticas, en contra de la razón neoliberal que ha ordenado normativamente el mundo en términos meramente económicos. Por eso decimos que entre neoliberalismo y democracia hay un hiato insalvable -aquí sí, grieta-- como el que expresan dos formas de vida antagónicas: una bajo el mando del capital, otra orientada por los principios igualdad, libertad y justicia social.
El segundo concepto --el de ciudadanía comprometida-- es sin dudas mucho más interesante que el primero pero también mucho más complejo. ¿Qué quiere decir una ciudadanía comprometida? Quiere decir que la ciudadanía no puede ser simplemente el status jurídico de una persona o grupo de personas pertenecientes a un sistema jurídico-legal. No puede, aunque es fundamental que también lo sea, una especie de reservorio y acumulación de derechos, tal como se desprende de la clásica cronología establecida por T. H. Marshall según la cual primero obtenemos derechos civiles, después políticos, después sociales. La ciudadanía es mucho más que eso: es fundamentalmente una práctica o una acción en común que detenta como posibilidad y como potencia el ejercicio efectivo de esos derechos. Más aún: la posibilidad, al mismo tiempo, de reclamar, establecer o declarar “nuevos derechos”. Para decirlo de otro modo: la ciudadanía se define más que por los derechos que ya tiene, por los derechos que todavía no tiene pero que, sin embargo, tiene todo el derecho de enunciar, afirmar o incluso realizar. Aquí hay una íntima afinidad con lo que H. Arendt llamaba en otro contexto como el “derecho a tener derechos” y al que nosotros quisiéramos aludir para sostener una dimensión inherentemente performativa de la política. Esto es: que no hay ciudadanía sin prácticas de ciudadanía. “Filosofía de la praxis” puede ser otro modo de nombrar esta capacidad de pensar y actuar en el mundo con otros que tenemos todos los seres humanos en tanto seres políticos.
Toda política requiere un espacio de aparición donde palabras y acciones puedan desenvolverse en un marco de libertad e igualdad. A eso es a lo que desde tiempos inmemoriales concebimos como la trama común de los asuntos humanos, cuando esa escena desaparece la política y lo humano corren el riesgo de su extinción. Por eso en el contexto actual no creemos que se trate de cerrar ninguna grieta sino más bien de repensar la nación, el Estado y nuestra democracia en la lengua viva de la política, que es la lengua común del reconocimiento y la institucionalización de los conflictos sociales y las luchas populares.
* Diego Conno es politólogo (UNAJ, UBA, UNPaz), integrante de Comuna Argentina.