Ese revuelo, como una manifestación brutal de la potencia de las cosas, le da un protagonismo indiscutible a los objetos y deja a las interpretes casi en una actitud invisible, meras ejecutantes de esos desplazamientos que parecen hablar de catástrofes y saqueos, de escenas donde sillas y colchones pierden su apacible orden. Una rara sensación de mareo producen esos movimientos que marcan las líneas de fuerza de un espacio que después va a apagarse para proponer un fuera de cuadro donde el sonido reproduce esa marcha de las cosas.
Una música encandila a esa cortina que se corre para mostrar un ventanal a las nueve de la noche y decir que la ciudad sigue con sus lucecitas del regreso a casa mientras el escenario sin intérpretes le da a las estructuras de hierro la entidad de una figura humana.
Si Tadeuz Kantor aseguraba que la vida en escena se contaba a partir de la ausencia de vida y recurría al maniquí para hablar de la animación que puede encontrarse en lo que no tiene alma, el protagonismo de los objetos en la primera parte de Arcadia parece invocar a cierta filosofía post nietzscheana que cuestiona la centralidad de las personas en el mundo y su poder para explicar y asignarle un sentido a todo lo que las rodea.
Cuando las intérpretes montan espacios con los objetos, se presentan como meras operarias de la escena en un diálogo con Stifters Dinge del director alemán Heiner Goebbels. Cada estructura que arman parece reinventar las composiciones que se observan por la calle de seres despojados que se aferran a sus colchones, que disponen pequeñas casillas en los escombros de alguna construcción sin terminar. Si Kantor explicaba que la forma del embalaje había nacido de los refugiados de la guerra que hacían de su cuerpo una montaña de bolsas y bultos, esta obra performática de Bárbara Hang y Ana Lozza parece tomar las imágenes de un país desclasado, herido por inundaciones o desalojos donde los objetos, separados de un contexto que los ampare, se muestran como deshechos de otras experiencias.
Pero a medida que el rol de las intérpretes se vuelve más consistente, como si lo humano se recuperara a partir de una voz que se deforma entre un alemán desdibujado en los ecos de un micrófono, Arcadia se convierte en una obra de reconstrucción, en una tarea donde la conformación de lo grupal pasa a ser pensada a partir de un texto que se alterna con iniciativas que cada una enuncia y que serán realizadas por las demás compañeras con diferentes niveles de precisión.
Hay en sus discursos una voluntad de recomenzar con cada parlamento que impide toda estabilidad en las decisiones. Son un conjunto de individualidades que no pueden funcionar en equipo, donde todas querrán imponer por un instante su idea .
Sentadas en círculo, como en una fotografía ya clásica de una asamblea, se despliega una textualidad que reproduce ese movimiento que antes ejecutaron con los objetos, ya que ninguna asume las respuestas, todas intervienen sobre el parlamento de la otra para sumar a esa indagación sobre el estado de las sillas o de las personas una capa más de intranquilidad.
El contraste entre la vertiginosidad del comienzo y la lentitud casi inmóvil del final, lleva a no concebir la teatralidad desde las palabras sino desde la abstracción de una situación dramática que se sostiene en aquellos elementos que en la cotidianidad tienen un rol secundario. El ritmo de las escenas es un procedimiento central de la dramaturgia de Arcadia que obliga a mirar el espacio buscando otras escrituras.
Arcadia, interpretada por Alina Marinelli, Camila Malenchini, Natalí Faloni y Bárbara Hang se presenta los jueves y viernes a las 21 en el Centro Cultural San Martín.