Mil mujeres a caballo cruzaron los Apalaches llevando libros en sus alforjas hechas con las fundas de las almohadas. Las fotos de época las muestran entre el western y la destreza ecuestre preparadas para el sobresalto. Están abrigadas, usan gorro (o sombrero) y botas. Son las bibliotecarias de la Gran Depresión, las valquirias letradas que viajaban más de ciento ochenta kilómetros por semana para llevarles libros a casi cien mil personas.
Estas cifras varían según los relatos de los cronistas que a veces hasta se atreven a sumar uno o dos hombres al escuadrón femenino. No todas tenían caballo propio, la mayoría los alquilaban. Ensillaban de madrugada, dejaban a sus hijxs al cuidado de algún familiar (los esposos se habían ido sin aviso y sin regreso) y salían a ganar el dólar diario que el programa creado por el gobierno de Franklin Roosevelt (Works Progress Administration, WPA) les pagaba por participar en la biblioteca Pack Horse. Era un trabajo –“porque en Eastern Kentucky te morías de hambre” – y un plan de alfabetización sin maestras.
Las llamaban "las mujeres de los libros" y llevaban a Mark Twain (también, y como favoritos, siempre iban Crusoe y Viernes) a zonas rurales donde no había agua corriente ni electricidad. Ante la demanda y la carencia a fines de 1940, un aviso en un diario pedía "donaciones de libros y revistas sin importar qué tan viejos o desgastados estén". Este pedido de auxilio sumó a las fotos de la road movie en cabalgata, el posado de otras mujeres, las editoras. Con frasco de plasticola y pincel en mano armaban nuevos libros: antologías camaleónicas con baladas de montaña, relatos sobre la historia de Kentucky, recetas de cocina y artículos sobre perros, aviones y manualidades. Tom Sawyer, la afonía de un basenji y una explicación práctica para conservar alimentos viajaban junto a las amazonas con la primera luz del día.
La ruta sin camino que bordeaba laderas nevadas y arroyos pantanosos sobre un accidentado terreno carbonífero convertía a las viajeras en alguno de los personajes del libro que unas horas después iban a leer en voz alta. Sí, porque además de bibliotecarias itinerantes, eran lectoras. Las estaban esperando sin excusas para la ausencia, cualquier desencuentro signado por imprevistos se ensañaba con emoción del oído. Porque con las mujeres a caballo llegaba el presentimiento del latido de la voz cuando cuenta una historia y el fruto opimo de las palabras.
Las mujeres lectoras borran meridianos y husos horarios y practican, como Sadie Peterson Delaney, la biblioterapia. Son Dita Kraus protegiendo de los nazis los ocho únicos libros de la biblioteca de Auschwitz, una abuela chaqueña cuentacuentos inventando voces o Neva, la tía de Bradbury, leyéndole a su sobrino las Narraciones extraordinarias de Poe. Todas ellas y otras. Qué libertad y qué soltura ranquel. Una conspiración de intimidades necesarias que no solo la soledad reclama y pone a prueba, capaz de corregir la línea genial de algún fragmento fantasmal o mítico leído en escucha atenta para proveer cualquier anécdota, cualquier recuerdo cuando salvan y no sobran las palabras.