“Es honra de los hombres proteger lo que crece,

cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,

evitar que naufrague su corazón de barco,

su increíble aventura de pan y chocolate (…)

Armando Tejada Gómez sabía lo que cantaba. Era un niño huarpe, el anteúltimo de una familia de 24 hermanos. Habitaba la Mendoza invisible, sobreviviendo apenas. Mientras ejercía todos los oficios de la calle, lo abrigaba una tía con una manta demasiado corta. Cuando supo cantar, le cantó al pibe que había sido. O a todos los pibes de su tiempo. Porque algo no estaba bien, no está bien, ni estará bien nunca.

Ser niño no es un hecho natural. Contar con pocos años, sí. Las edades tempranas son un hecho de la biología, ser niño/a o adolescente es un hecho cultural. Para que se constituyan niñas, niños y adolescentes, tienen que reunirse, en un mismo escenario, personas de edades tempranas y personas adultas. Pero esto tampoco alcanza: esas personas tienen que desarrollarse como personas autónomas. Tienen que estar, además, ligadas por vínculos profundos, de reconocimiento mutuo. Esas relaciones afectivas abrigan y dan nombre. La función primordial de la estirpe es dar la bienvenida a los/as nuevos/as integrantes, celebrar su existencia cada año. Ese medio familiar - comunitario dibuja, pacientemente, un nido.

Pero los nidos pueden ser pateados. El liberalismo lo ha hecho toda vez que se hizo del poder. Los territorios arrebatados, las migraciones, los márgenes inhóspitos de las ciudades no son el mejor escenario para el abrigo de la especie. Esto ha producido, a lo largo de dos siglos, el fenómeno que se ha conocido, recurrentemente, como chicos de la calle.

En los albores de la democracia, una ciudadanía que recuperaba solidaridades y reconstruía redes ya sabía que las instituciones del Patronato no resolvían, con sus paredes, lo que los chicos necesitaban. Leonardo Favio en la película Crónicas de un niño solo y Enrique Medina en su novela Las Tumbas lo habían denunciado con una crudeza que no exageraba. Por si quedaba alguna duda, después vinieron La Raulito y El polaquito. En los andenes de Constitución, Once y Retiro, lo que los chicos reclamaban, a los gritos, eran nidos. Y esos nidos podían ser, debían ser, casas suburbanas donde recuperar los rastros del nido primigenio, casi siempre madres y padres adolescentes perdidos en sus propios laberintos de despojo. Así lo entendieron quienes abrieron sus casas para ahuyentar tanta intemperie. El Estado, cuando supo reconocer que lo único que resuelve el problema es la reconstitución de vínculos, acompañó estas respuestas.

Vivir en comunidad

Con la Convención de los Derechos del Niño con rango constitucional y aprobada la Ley 26061, puesto en marcha el sistema de promoción y protección de derechos, algo nos perdimos en el camino. Si los ámbitos previstos por nuestras leyes con enfoque de derechos se parecen demasiado a las oficinas del patronato, conviene regresar sobre nuestros pasos y recordar los elementos centrales del abrigo. Para que las nuevas instituciones no se parezcan a las “tumbas” de Medina, habrá que reafirmar aquello que las diferencia: frente a la ausencia de cuidados parentales, las respuestas deben ser convivencias comunitarias, las únicas capaces de poner el cuerpo desde la ternura. Comprometer la vida con la vida que está surgiendo es el hecho diferencial. “Queremos vivir con vos”, le dijeron los pibes de la ranchada de la Facultad de Derecho a Alberto Morlachetti. Lo mismo le dijeron los pibes al cura Carlos Cajade una Nochebuena. Enrique Spinetta en Berazategui, Susana Gómez en La Plata, Teresa Rodas y Elvio Mettone en Moreno, Ana y Juan von Engels en Villa Ballester, sin saber unos de otros, se enfrentaron al mismo desafío: vivir juntos en la noche del mundo. No hay Estado ni línea de denuncia que pueda resolver el pedido que resuena cada vez que nos aceramos a una infancia despojada de todo: “vivir con vos”.

Esa convivencia que se reclama permitirá, como las migas en el cuento de Hansel y Gretel, regresar a los lazos primigenios. Viejos y nuevos vínculos tejerán una nueva trama, cambiando para siempre las historias de quienes participan. Las puertas abiertas son un salto a las crianzas compartidas, un paisaje recurrente y cotidiano en los barrios populares. Vecinas y abuelas juegan maternidades muy potentes, los hermanos mayores cubren lo ausente con frecuencia y, si se quiere, con naturalidad. Las clases medias portan demasiados prejuicios, desconocen o malinterpretan estas tramas y, de alguna manera, se las pierden.

¿Quién nos cría?

Podemos tener los edificios, las becas y los presupuestos, pero para construir respuestas de convivencia se necesitan, fundamentalmente, cuerpos. No hablamos de vocaciones apostólicas ni santidades: hablamos de una manera de entender el mundo y la convivencia humana. Si la crianza es concebida como una responsabilidad de uno o dos adultos que ejercen las funciones parentales, muchas personas de edades tempranas están en problemas. Jamás conocerán la niñez. Porque las funciones del límite y el abrazo son complejas, necesitan adultos que también estén abrigados. Esa adultez puede ser un proceso del que también participan los recién llegados, en compañía de la generación de hermanos mayores, tíos/as, abuelos/as. El clan primordial es un nido amplio, y por eso más abrigado. Y si a ese clan lo rodean maestros/as, referentes sociales, vecinos/as y amigos/as, el mundo será más amable, o al menos más abordable. En un territorio de lazos robustos, el nido podrá, por fin, estabilizarse y abrigar. Las casas de los otros/as se transitan como si fueran propias, los patios se vuelven enormes. Si las funciones parentales se resuelven en el escenario familiar comunitario, las chances crecen. Con referencias múltiples y complementarias, la niñez y la adolescencia no serán un privilegio de clase.

La ternura como política

Si las niñas, niños y adolescentes necesitan, para su desarrollo, habitar una comunidad de referencias afectivas, la ternura deja de ser una categoría romántica para convertirse en categoría política. La ternura es una forma particular del amor, hecha de juegos, celebraciones, sopas, cartitas, abrazos, sobrenombres, toboganes, cumpleaños. Su práctica necesita un medio específico: el familiar-comunitario. Cualquier otro medio le resulta ajeno, cuando no hostil. Los medios familiares reducidos, tan caros al mundo capitalista y la sociedad de consumo (“mejor tener pocos hijos, para poder darles todo”) resultan poco fiables. Pueden llegar a ser, incluso, un infierno de relaciones tóxicas, sin reaseguros a la vista. La tribu tuareg lo sabe desde hace siglos: “para criar a un niño, hace falta una aldea entera”.

Si nuestra respuesta frente a la ausencia de cuidados parentales se limita a la denuncia o la elaboración de informes, habremos dado muy pocos pasos respecto del higienismo que pregonaban las clases dominantes en las primeras décadas del siglo XX. Las sedes administrativas y judiciales pueden acompañar lo dañado, orientar las estrategias, pero no pueden, ni deben, reemplazar lo que toda niñez reclama: vivir con alguien que los considere un milagro. La convivencia fundada en vínculos afectivos fortalecerá a las familias allí donde se encuentren y definan. Frente a chicos y chicas despojados de todo por las pandemias de este siglo, las respuestas comunitarias de convivencia son las únicas que han demostrado eficacia. A su encuentro deberá ir el Estado, para reconocer la ternura y abrazar a los que abrazan. Y Armando Tejada Gómez, en su pieza más amada, tenía razón: “Importan dos maneras de concebir el mundo,/ Una, salvarse solo,/arrojar ciegamente los demás de la balsa/y la otra, un destino de salvarse con todos,/comprometer la vida hasta el último náufrago,/ no dormir esta noche si hay un niño en la calle.”

* Diputada Nacional. Secretaria de la Comisión Bicameral de Derechos de NNyA. Autora del proyecto de ley de Reconocimiento de Respuestas Comunitarias para la Niñez y Adolescencia.