Viajé a Alemania en 1993, con una novia suiza que amaba la vida cultural y la historia de Berlín. Había tenido un romance con un chico de la parte occidental, Tomas, con quien convivió en un edificio del lado oriente, uno de esos monoblocks que tomaron los estudiantes tras el derribo del muro. Lxs pibxs pagaban contentxs el precio de compartir el baño con ocho departamentos con tal de no pagar alquiler y pintar a su antojo las paredes de los pasillos con dibujos y graffittys (algunos eran obras de arte). A Tomas no le importaba más la higiene que el momento histórico, tampoco a Sylvie (así se llama); lxs dos vivían la mística de la liberación post perestroika, similar a nuestra primavera democrática estallada diez años antes, y eso los hacía muy felices. Pero la felicidad duró hasta que ella decidió viajar por Latinoamérica como consecuencia de haber escuchado mucho a Mercedes Sosa en el departamento de Tomas. Sus zambas y chacareras se habían puesto de moda entre los jóvenes okupas federales (un hecho paradójico considerando que la Negra estaba afiliada al PC). Después de la folklorista tucumana, a la vida de Sylvie llegué yo. Nos conocimos en Barra de Valizas, durante mis primeras vacaciones con amigxs. Ella, además de ser hermosa, me conquistó hablándome de Berlín. Siempre me contaba sobre las ingeniosas invenciones de los alemanes orientales para escapar o regresar a la parte federal, métodos que iban desde la creación de aviones caseros a esconderse dentro de la butaca de un Gordini o tirar una soga y, luego de tensarla en tierra libre, deslizarse con una roldana hasta la otra orilla. Como banda sonora para estos relatos Sylvie prefería las versiones enloquecidas que Nina Haggen hacía del “Ave María”, “Imagine” o el himno al Che Guevara (otra paradoja para ese momento aunque Haggen fuera una estrella del Este), todas cantadas con esperpénticas pelucas, labios sobrepintados y look metálico en las tetas. De sus historias, me encantaban las de las familias punks que acampaban a la rivera del río, detrás de la inmensa pared cuando empezaba a ser demolida. Y también me encantaba ella por traerme noticias de un mundo que yo creía, en mi ingenuidad, que al fin comenzaba a liberarse, a circular, a ser uno solo. Teníamos veinticuatro años cuando viajamos y pude ver todo aquello con mis propios ojos, el fervor estudiantil, los edificios graffiteados cercanos a las puertas de Grandesbourg, un punk con una cresta verde manejando un tractor entre las montañas de escombros, el feliz vacío que atravesaba la ciudad donde antes estaba el muro. Del lado oriental, sobre lo que quedaba en pie y comenzaba a convertirse en un monumento de lo que no se debería replicar, podían verse las maravillosas pinturas hechas por los artistas que durante años habían ansiado pisar el otro mundo (aunque ese mundo fuera el del salvaje capitalismo, ellos ambicionaban pisarlo porque les estaba prohibido). Esta mañana, México -en donde estamos de visita desde hace quince días- amaneció con la noticia de la apertura de las licitaciones para la construcción del muro ordenado por Trump. A diferencia del alemán, levantando enteramente sobre la tierra, la baya estadounidense va a clavar uno de sus extremos en el Océano Pacífico, enterrando sus ladrillos sobre la piedra y la arena partirá en dos incluso la armonía de la vida acuática. Este no es un muro que impida salir sino entrar, pero a los efectos de la división es exactamente lo mismo. La historia está repitiendo literal e increíblemente la misma metodología coercitiva que fue furor en 1961, cuando los rusos comenzaron alambrando la frontera y separando familias y vida en común, como sucederá próximamente con la etnia de los papagos en el norte de México y sur de EEUU. La otra noche, una señora texana se acercó a Clara, mi novia, mientras estábamos mirando un show en un bar de la isla Cozumel. De la nada, como adivinando nuestras ideas políticas, empezó a defender a su presidente y a decirle que los estadounidenses eran buenas personas. Nos vio latinas, nos vio lesbianas, y tal vez concluyó que nada mejor que hacernos comprender las bondades de un muro. Pero a nosotras la única pared de la que nos gusta escuchar hablar es la del disco de Pink Floyd de 1979 y le ponemos el pulgar a Roger Waters por haber criticado en el zócalo del DF la xenofobia de Trump y las desapariciones de Ayotzinapa. Cuando nos fuimos, Clara, por cortesía, quiso saludar a la señora texana, pero la amabilidad de la norteamericana no era real y poniendo los dedos en V repitió: “USA, USA, ¡somos una nación grande!”. Le hablaba mirándola con ojos desorbitados, como quien dice: no van a pasar.