Ahora resulta que sabemos el nombre del jefe del ejército. Como lo sabíamos durante la dictadura militar, cuando estábamos pendientes de los movimientos militares. Tanto, que no bien se producían los ascensos en el ejército los analizábamos minuciosamente. Se trataba de ver quién era un halcón, quién un moderado, qué ala se imponía sobre la otra, como venía la mano. Quién era más asesino, quién era más político. Las elecciones –durante esos años sombríos- eran ésas: los ascensos en las fuerzas armadas. De aquí que nos supiéramos los nombres de los poderosos militares, dueños de vidas y haciendas. Después, con la democracia, los fuimos olvidando. Durante estos días los teníamos totalmente olvidados. Algo que lamentó el periodista del establishment, Joaquín Morales Solá. Antes, dijo, el jefe del ejército era un gran caudillo político, ahora nadie sabe cómo se llama. Bien, esto es vivir en una democracia parlamentaria. Que nadie sepa cómo se llama el jefe del ejército.

Durante la dictadura cívico-militar las hipótesis sobre un ala más blanda que la otra tampoco servían. Todas las alas eran duras, todas criminales. Resultaba absurdo creer que el general X era preferible al general M. Si algo así se creía era para serenarse o profundizar –aún más- la paranoia con que se vivían esos tiempos oscuros. Hoy, luego de llevar un largo tiempo ignorándolo, volvemos a saber quién es el jefe del ejército. Sucede que un buen general ha salido a decir que no habrá golpe de estado. Es –más exactamente- el jefe del Estado Mayor Conjunto, general Juan Martín Paleo. Lo hizo a raíz de unas declaraciones hoy ya célebres del político y ex presidente Eduardo Duhalde. De acuerdo, el hombre se equivocó, metió la pata, lo que se quiera. Pero, por él, el ejército se hace presente en la discursividad del país. Nunca ha sido bueno que eso ocurriera.

Durante el gobierno de Isabel Martínez –esa presidenta que nos legó Perón y le hizo un gran daño al país- llegó a jefe del ejército un general democrático, profesionalista. Era Alberto Numa Laplane. Recuerdo de él una frase memorable: “Se acabaron los tiempos en que el cargo supremo de la carrera militar era el de presidente de la república”. Qué bien, qué sensato, qué alivio. Duró muy poco. Lo reemplazó el hípergolpista Jorge Rafael Videla. Curiosamente, la frase de Numa Laplane presagiaba el clima y la inminencia del golpe. Sí, los militares creían que el mayor puesto de la carrera militar era el de presidente de la república. Sobre todo cuando la patria lo reclamaba, algo que siempre decidieron ellos y sus compinches civiles. De aquí el mal que la frase de Eduardo Duhalde le ha hecho al país. Es decir, la necesidad de visibilizar al ejército en la vida política. Cuando un militar sale a negar un golpe algo malo le está pasando a la democracia. Y, en efecto, así es.

La frase de Duhalde levantó una polvareda acaso excesiva. Pero comprensible. Hay un mal clima en el país. Se intenta deteriorar al gobierno elegido por el voto popular. Las manifestaciones anticuarentena son violentas y antidemocráticas. Los carteles que portan son agresivos, insultantes. Atacan al periodismo. Luego, los periodistas atacados se enojan con el presidente porque no los defendió. Hay una oposición guerrera y un periodismo de guerra. El poder mediático busca la caída del gobierno. Lo sabemos: no es precisamente una novedad. La novedad –y mala- es que los medios que defienden el orden consitucional se han vuelto repetitivos. Se dice (atacando a C5N) que el Gato Sylvestre se repite, que Víctor Hugo se la pasa criticando a aquéllos con los que tiene un problema personal, que Duggan no deja hablar a nadie. No sé si esto es acertado o no. Creo que no. Pero algo de verdad late en esos juicios malhumorados. Creo, sí, que habría que darles menos pantalla a los anticuarentena. Bastante los agrandan los medios clásicos, como les dice Alberto. Pero los que apoyan el orden constitucional son minoritarios y por supuesto bienvenidos. El escándalo destituyente es el de los medios del poder. Que, además, dirigen a la oposición y colonizan la frágil subjetividad de los ciudadanos abiertos a ser colonizados y a generar furia, odio. La oposición política es belicosa. Ha establecido la dualidad de guerra amigo-enemigo. El enemigo es el peronismo. Y tiene una cara visible, la de Cristina Fernández, a quien atacan, insultan y amenazan de muerte. Se oponen, además, a todas y cada una de las medidas de gobierno.

El “amigo” Larreta está en una encerrona. Por congraciarse con el PRO –partido al que pertenece- flexibilizó exageradamente la cuarentena. Ahora tiene una macabra cantidad de infectados y muertos, demasiados muertos. Permite las manifestaciones fascistoides de los anticuarentena, a la que asisten notorios neonazis del país. ¡La policía se cuadra y saluda a Patricia Bullrich! Se comprende: ella les validó el mecanismo aborrecible de balear por la espalda. Pero el hecho es grave y por demás preocupante. Saludan manifestando su acuerdo con esa ex ministra amiga de la violencia, que le extendió su mano a un (sin más) asesino, que está donde está porque quiere destituir a un gobierno. Que le dio aires de poder y de impunidad a esa policía que ahora hizo desaparecer a Facundo Castro, en un acto aberrante de estos tiempos.

 

El otro problema que encierra a Larreta es que todavía la juega de ángel de la democracia, del diálogo y la prolija comprensión. Sin embargo, cada vez se le hace más difícil. Está en lo que se da en llamar el “sector peronoide” del PRO. Pero ese sector no tiene futuro. La fuerza y la convocatoria del PRO radica en su antagonismo con los peronistas de toda clase, salvo si son como Pichettto, a quien de peronista nada le queda. De aquí que el ambicioso “Guasón” (quiere ser presidente, qué duda cabe) ya se ha mostrado sin las incómodas figuras de Fernández y Kiciloff, aunque se haya tomado una foto con ellos. Pero esa foto vale tanto como una desmentida militar. Augura un quiebre cercano.