Pareciera que todo sirve, sin que interese si vale...
Al margen de cifras conmovedoras y expansivas de contagiados y muertos (el primer adjetivo sólo le calza a quienes comprenden que hablamos de personas, no de números), un hecho de la semana pasada es particularmente significativo acerca de algunas locuras capaces de impactar en todas las direcciones. A derecha e izquierda.
Hay una (i)lógica profundizada que en los contenidos periodísticos y en sus escenarios audiovisuales resulta lamentable; que atraviesa prácticamente a todos los medios de comunicación tradicionales, fijadores de agenda, y que en impresión inicial puede parecer inocente.
No lo es.
Se trata de la dictadura del espectacularismo.
Todo es último momento. Todo es alerta. Todo es escándalo. Todo es hablar y polemizar a los gritos. Todo debe conmocionar o conducir hacia inquietudes alteradas. Todos, o casi, parecen regodearse en la exhibición de remarques que ya están remarcados de sobra. Todo tiene musicalidad tétrica de fondo. Todo se titula sin que lo importante esté en el título, sino en la incógnita fraudulenta que, líneas o instantes después, revelan vacuidad y buen negocio a través de clickeos o raiting segundo a segundo.
Por la cucaracha van cantándole a ponedores de caras si van ganando o perdiendo, medido en décimas masturbatorias e incomprobables, contra los escandalizadores opuestos.
No hay espacio para sutilezas, ni para silencios reflexivos, ni para nada que no sea un estado de excitación inquebrantable.
Ese dinamismo de la locura escandalizante ya llegó al extremo de que, en numerosos productos televisivos, lo afirmado en el estudio va por un lado y el texto de los zócalos por otro.
No importa si las altisonancias del alboroto o de los conceptos se apoyan en espejismos que caen por su propio peso, porque el único peso es que tonterías y alucinaciones tengan volumen de rebote.
Cualquier extraviado puede adquirir protagonismo, por obra y gracia de ese enchastre que es productor o cómplice en la exacerbación de las pasiones antitodistas.
Ahora salió un tipo a subrayar que somos campeones mundiales de dictaduras militares y que habrá un golpe de Estado, “si no cambian estas políticas que no sirven para nada”.
La conmoción frente a eso que dijo el tipo cruzó el límite de que, por unos días, se evaporó el interés --el publicado-- alrededor de infectados y fallecidos.
Hubo reacción institucional; figuras políticas involucradas de inmediato; respuestas de funcionarios, de ministros, de la oposición; repudios compartidos; foros incendiados; columnas, entrevistas y análisis, cuantiosos, con pretensión de medulares; elucubraciones ancladas en a quiénes representa el tipo, o a quiénes podría representar, o qué subyace como fuego eventual, o qué sabría que nadie sabe, o cuánta atención dedicarle a qué declaraciones de cuáles jefes militares que hace demasiado rato ni los periodistas sabemos cómo se llaman porque --a celebrar-- las Fuerzas Armadas no son ni de lejísimos una preocupación de la democracia argentina.
Al cabo de ese desquicio surrealista, el tipo aclaró, como si fuera necesario, que tuvo un desenganche con la realidad; que hay gente --como él-- que dice cosas que en su sano juicio no diría y que, en pandemia, un brote psicótico no se le niega a nadie.
La diferencia en torno de ensoñaciones indescriptibles como las de Eduardo Duhalde es, podría creerse, que quienes se prenden a ellas desde izquierda reaccionan instintivamente contra personajes oscuros de nuestra historia.
Él entre ellos, siendo que fue largo compañero del rematador de las joyas de la abuela y de la corrupción orgánica del menemato.
Pero quienes agitan por derecha, a sabiendas de que el personaje no es ni serio ni emblemático de sector alguno, lo hacen porque saben de su mejor entrenamiento mediático para desenvolverse en el afán cazabobos (como se ha visto, mucho progre sucumbe ante la tentación de refutar y explayarse sobre gigantes maquinaciones de fondo).
No puede ser, o no debiera ser, que la parafernalia del espectacularismo haga caer en sus redes a gente sensata.
Cualquier payaso mediático disfrazado de economista aparece, nada así como así, para vociferar sus pronósticos estentóreos de hiperinflación, explosiones sociales, bombas fiscales, emisión monetaria descontrolada.
Cualquier pastor carismático, con o sin diploma y con o sin antecedentes científicos acreditados, puede decir alegremente que ocho de cada diez argentinos están en grave situación mental producto del encierro que, con más irresponsabilidad todavía, designan “la cuarentena más larga del mundo”.
Es lo que nada menos que Alicia Stolkiner sintetizó como la psicopatologización del malestar, para promover acciones anticuarentena.
Lo dicen y nadie osa, aunque sea con voz pudorosa, lanzarles un “disculpe, ¿de cuál encuesta, investigación o relevamiento, más o menos considerables, saca usted esos datos?”.
Es asimismo de tal modo, de tal vértigo, de tal inconsistencia profesional, que un irrepresentativo absoluto como Duhalde cita probabilidades de golpe militar, sin retrucos siquiera sarcásticos acerca de cuál pastilla de colores olvidó ingerir.
El espectacularismo mediático estaría alentando ensoñaciones a un lado y a otro, porque los conspiranoicos nunca faltan.
Pero, sin uso del potencial, le es útil a quienes trabajan para socavar esto que, siempre con sus más y sus menos, es muy diferente al cúmulo de errores y horrores sufridos entre los diciembres de 2015 y 2019.
Por caso, comenzaron formalmente las negociaciones con el FMI, que no son una preocupación a corto plazo sino en el mediano, cuando arrecie definir condiciones de pago.
Quede para los especialistas analizar con exhaustividad esos aspectos de los que, sin embargo, jamás deberá perderse de vista su rango primario de ser políticos antes que técnicos.
Intervenir en el mercado de las redes telecomunicacionales y pasarles sus precios a categoría de tarifas públicas controladas; instaurar debate en el Congreso a fin de que un insultante puñado de fortunas personales tributen aportes extraordinarios; crear una empresa del Estado para administrar el colador evasivo y elusivo de la vía navegable Paraná/Paraguay/Uruguay, son decisiones que orientan el rumbo a favor de las grandes mayorías y, como se aprecia rápido, sólo se les oponen o contradicen afectados directos, guapos del anonimato e izquierdoides eternos.
Como ocurrió durante el partido con los bonistas particulares y, en general, con las medidas tomadas en este escenario pandémico aprovechado para una brutal arremetida del poder concentrado, al menos puede tenerse una seguridad.
Según cada quien desee observarlo, es estimable como algo elemental.
O bien, cual elemento clave quizá nunca suficiente pero siempre imprescindible.
En nuestra opinión, es lo segundo.
A mediados de la década pasada, Kirchner se plantó.
Es cierto que fue favorecido por lo propicio del contexto internacional, respecto del valor de las materias primas de origen agropecuario.
También es veraz que, tras el estallido básico de los menemistas deslumbramientos clasemedieros del uno a uno, el ajuste devaluatorio ya se había producido (muertos, corralito y corralón mediante).
Mucho más certero aún es, fue y será que las circunstancias políticas favorables, del tipo que fuesen, pueden aprovecharse para beneficiar a la mayoría de la gente.
O para joderla.
Kirchner leyó y ejecutó lo primero.
Hoy, volviendo a aquello de lo cardinal, en términos de confianza masiva, puede tenerse la certeza de que hay dos lados del mostrador y no uno solo.