Voy a contar parte de la historia de un amigo, en realidad, de un amigo de unos amigos, que se despierta con el dedo índice en posición admonitoria. Yo lo conozco a medias, es verdad, pero sé que vive cerca de casa y por eso puedo escuchar o imaginar sus pasos cuando a la mañana comienza, sigiloso, atento, feroz, implacable, la cacería: ustedes, ellos, vos, ustedes, él, ella, vos, vos, ellos, ustedes, vos, él y ella; así empieza el día, desenmascarando responsables; desayuna, orgulloso de hacer justicia, de cumplir con su deber, un deber que no está del todo claro, ciertamente, ni siquiera para él, ya que si uno lo observa con detenimiento (cosa que hice poco o casi no hice) llegaría a darse cuenta de que el motor de su vida lejos está de ser la justicia.

En la empresa donde trabaja, por ejemplo, tres o cuatro veces por semana, según, se encarga de hacer público el sentimiento que lo acompaña desde que se acuesta hasta que se levanta y desde que se levanta hasta que se acuesta, o sea, el día completo: la indignación.

Gracias a algunos comentarios proferidos por personas de su entorno pude llegar a la conclusión de que suele indignarse por cada suceso que conoce de manera directa, pero más se indigna, creo, por acontecimientos de los cuales ignora casi todo o conoce de un modo tan mediado que se podría afirmar, con cierta razón, que desconoce completamente.

Vive, resulta sencillo intuirlo, escandalizado. Vive escandalizado porque le jode "la poca transparencia" (son palabras de él).

Sus compañeros lo conocen tanto que dos de ellos coincidieron en un mismo regalo para su cumpleaños número cincuenta (uno quiso ser irónico, Oscar, el otro actuó sin dobles intenciones, Julio, son mis amigos): el libro "Yo acuso".

Extrañamente a lo que sostendría el pensamiento racional y calculador, nuestro personaje conservó ambos ejemplares, feliz, feliz de saber que había un montón de gente que lo acompañaba en la empresa acusatoria e incluso bastante excitado debido al aval teórico que le otorgaba la bibliografía, una excitación en algún punto inexplicable ya que en una reunión en la cual participé (la única en que coincidimos los cuatro) confesó que nunca había terminado un libro; dijo algo así como que él no leía o no quería leer no sólo porque carecía del tiempo suficiente para hacerlo, sino en mayor medida porque necesitaba conservar su sentido común intacto, sin embargo, extrañamente (para mí), en algunas ocasiones emprendía (lo imagino con el dedo índice en posición) férreas defensas de la lectura y aconsejaba a los demás, muy compenetrado, sobre el valor de esta práctica (afirmaba cosas del estilo: "la lectura nos hace mejores personas": Julio no leía en absoluto y se sentía culpable cuando lo escuchaba; a Oscar le daba risa o pena, o las dos), y muchas veces arremetía contra una juventud perezosa que ya no lee como leía antes, en su tiempo ("en mi época"), un tiempo en el que todo sucedía de manera bastante más tranquila que en la actualidad (según parece) y que de un día para otro (también según parece) se esfumó. Las causas de tales transformaciones le eran esquivas, si bien es cierto que nunca le interesaron demasiado ni las causas, ni los argumentos y mucho menos los hechos.

 

"Uno podía mostrarle pruebas de que lo que aseveraba de forma tajante no era tan así, o que era posible ver la cuestión desde otra perspectiva, pero él se negaba, rotundo" (Julio); más aún, si alguien, por ejemplo, le ofrecía datos que cuestionaban su indignación, se apreciaba en él un efecto incómodo, desagradable, una especie de "escisión existencial" (Oscar) que combatía eliminando de su horizonte los hechos o argumentos que le presentaban; nadie, decía, puede "cercenar" (textual) mi derecho a quejarme de una realidad que es "triste y dolorosa" (Julio y Oscar coinciden en que ambas sensaciones, si es que no son una, tenían alta frecuencia en su discurso).

 

Omitir el detalle de que había algunas personas que sospechaban de él sería faltar a la verdad, sin embargo no sospechaban, lo que resultaría normal, de que su indignación fuese impostada, no, sospechaban de que (aquí mis amigos fueron concluyentes como nunca) esa indignación permanente lo salvaba de algo muy oscuro que anidaba en su corazón.

 

Ayer me avisaron de su lamentable deceso. Era demasiado joven para morir.

Yo siento que su espíritu habita en todos aquellos que de un modo u otro lo conocimos.