Aún a sabiendas de que la duda es la madre de la invención, certero estaba Galileo de que la matemática es el lenguaje con el que está escrito el universo. Pues, ese lenguaje científico - decididamente elegante, íntimamente ligado a las artes- se ha visto enriquecido durante siglos por el trabajo de mujeres sobresalientes, que descollaron en la materia aún cuando seguir estudios formales era una utopía, aún cuando les estaba vetada la disciplina por ser considerada “poco femenina”. Un prejuicio ridículo que, aunque con menos bríos que en tiempos pasados, sigue vigente; y que cierta noticia reciente vuelve a desarticular: fue una chica argentina la que dio el mejor examen de matemática en el mundo, validado por la Universidad de Cambridge, en una prueba en la que participan estudiantes de más de 100 países.
Diploma mediante, corroboraba la longeva institución británica las pasadas semanas que Cándida María Di Masso, de 18 años, era justa merecedora del puntaje más alto del Cambridge International AS Level en la asignatura. “La matemática me permite descansar la mente”, fueron las encantadoras palabras de la joven al ser consultada por medios locales. Con su logro presente, bien vale repasar algunas referentes que, sin achicarse frente a la adversidad, hicieron inestimables aportes a esta ciencia.
Empezando, cómo no, por la primera matemática de la que se tiene constancia: Hipatia de Alejandría que, entre los siglos III y IV, contribuyó también a la filosofía neoplatónica y a la astronomía. Brillante, superó con creces a su papá Teón, destacado astrónomo y geómetra que inculcó tempranamente en su hija los fundamentos de la oratoria, además de avivar su pasión por las ciencias. Y así fue cómo, en la biblioteca del Serapeum donde daba clases, se apiñaban sus discípulos para escucharla hablar sobre la aritmética de Diofanto, sobre la geometría de las secciones cónicas de Apolonio, sobre los elementos de la geometría de Euclides. Porque quería andar a sus anchas, eligió la soltería, recurriendo a métodos singulares para ahuyentar a jóvenes candidatos; por caso, entregarles unos pañitos… manchados con su sangre menstrual. Por aquel entonces, el arzobispo Cirilo prendía la llama del fundamentalismo religioso, persiguiendo a capa y espada cualquier creencia que no fuera la cristiana, confundiendo conocimiento con paganismo. Desdeñaba tanto a Hipatia, por mujer, por erudita, que azuzó a la turba de fanáticos que la asesinó brutalmente, desnudándola y desollándola viva, despedazándola y lanzándola a la pira, penosa antesala de lo que sería cruel moneda corriente durante el oscurantismo medieval.
“Pasiones tendríamos que pedirle a Dios si nos atreviéramos a pedirle alguna cosa; tentaciones en lugar de indulgencias”, escribió la díscola Émilie de Breteuil, marquesa de Châtelet (1706-1749), mujer con tantas habilidades -los idiomas, la equitación, el clavecín- como amantes -el mariscal de Richelieu o el marqués de Guébriant, entre ellos-. Esta aristócrata francesa tuvo el raro beneplácito de su padre para acceder a los mismos estudios que sus cinco hermanos, incluidas la física y la matemática, sus favoritas. En las que continuó formándose incluso después de casada. Un matrimonio arreglado y formal que no le impidió mantener abiertamente y durante casi 15 años un romance con Voltaire, que se deshacía en elogios por ella, aún después de separados. “Jamás una mujer fue tan sabia como ella”, anotó el filósofo sobre la marquesa: “Qué alentador para las ciencias ver una dama que, pudiendo dedicarse a la vida mundana, eligió instruirse en soledad. Y que, a una edad en que los placeres se ofrecen a raudales, prefirió la búsqueda siempre más ardua de la verdad”. En esa irrenunciable búsqueda, la madame tradujo los Principia de Newton, con objeciones y comprobaciones. También hizo un notable trabajo divulgado conceptos del cálculo diferencial e integral en su libro Las instituciones de la física, de 1740. Aventurándose en materia filosófica, escribió Discurso sobre la felicidad, donde reivindicaba los placeres del cuerpo y de la mente, sin dejarse amedrentar por complejos moralistas; subrayando además cuan vital era la educación para el goce individual de las mujeres, porque “¡quién dice sabio, dice feliz!”.
Por aquellos años, en Milán, nacía María Gaetana Agnesi (1718-1799), que siendo una gurrumina recibió el mote de “Oráculo de las siete lenguas”: dominaba, con 9 pirulos, italiano, latín, francés, griego, hebreo, alemán, español. Era habitual que en las tertulias organizadas por su cultivado padre, entre intelectuales, discurriera esta niña prodigio sobre el derecho de la mujer a estudiar ciencias. Algo que dejaría plasmado en Propositiones Philosophicae, donde expone sobre lógica, mecánica, hidráulica, astronomía, química, filosofía, botánica, mineralogía… Renuente a las pompas sociales, propensa a una vida de recogimiento, se volcó con símil devoción a textos religiosos que a obras matemáticas. Decía, de hecho, que el álgebra y la geometría “eran las únicas partes del pensamiento donde reinaba la paz”. Al parecer también reinaban en sus sueños: sonámbula, solía resolver problemas dormida. Su obra principal es de 1748: el libro Instituzioni Analitiche, suceso en círculos académicos, uno de los primeros y más completos trabajos sobre análisis finito e infinitesimal. Tiene además el mérito de trazar con sencillez y claridad relaciones entre diferentes investigaciones en cálculo diferencial e integral, particularmente las de Newton y Leibniz.
Sophie Germain (Francia, 1776-1831) no contó con la venia familiar, pero de tan arrolladora su vocación, se apañó en forma autodidacta. La chispa prendió cuando, durante la Revolución Francesa, las revueltas parisinas la obligaron a permanecer puertas adentro. Se refugió en la lectura, dando con un texto que relataba la muerte de Arquímedes: cómo el griego contemplaba un diagrama geométrico cuando su polis fue tomada por romanos y, de tan abstraído, desoyó la orden de un soldado, que lo asesinó con una lanza. La leyenda despertó la curiosidad de la joven, que a partir de ese momento devoraría cuanto libro matemático tuviese al alcance. ¿En qué andaba Germain durante el Reinado del Terror? Aprendiendo cálculo diferencial, sin ayuda de un tutor, por las noches y a escondidas (para sus padres no eran menesteres propios de una señorita). En 1794, se fundó la Ecole Polytechnique que formaba matemáticos y científicos: la entrada, chocolate blanco por la noticia, le estaba prohibida a las mujeres, pero una Sophie de 18 fue consiguiendo apuntes de los cursos. Bajo el seudónimo Monsieur LeBlanc, compartió sus trabajos por correspondencia con referentes como Joseph-Louis Lagrange y Carl Friedrich Gauss, que tiempo más tarde descubrirían que el señor era, en realidad, una muchacha. Afortunadamente les importó tres pepinos, deslumbrados por el talento de quien se dedicara principalmente a la teoría de los números. Por un ensayo sobre la teoría matemática de las superficies elásticas, acabaría ganando un prestigioso galardón, el Prix Extraordinaire, de la Academia de Ciencias de Francia, 1816.
Un año antes, en 1815, nacía en Londres la rutilante Ada Lovelace, tenida por primera programadora de la historia. Hija del excéntrico poeta Lord Byron, ella canalizó su romanticismo en la matemática, que consideraba creativa, imaginativa, “una ciencia poética”. Se aplicó tanto que desarrolló el primer algoritmo destinado a ser procesado por una máquina, y vaticinó -a contracorriente de sus contemporáneos- la capacidad de los ordenadores de superar el mero cálculo numérico. Conoció al profesor, matemático e ingeniero Charles Babbage a los 17, y juntos se embarcaron en una colaboración que daría por resultado la famosa Máquina Analítica, computador moderno de uso generalizado que, por limitaciones de la época, nunca terminó de construirse. Quedaron, por fortuna, los registros de este trabajo extraordinario.
Aunque recordada por sentar las bases de la enfermería moderna e introducir significativas reformas al sistema de salud británico, Florence Nightingale (Inglaterra, 1820-1910) fue además una apasionada matemática que aplicó nuevas técnicas de análisis estadístico al campo de la epidemiología, e innovó en el modo de recopilar, interpretar y presentar gráficamente data, convencida de que los fenómenos sociales podían medirse objetivamente y someterse a análisis matemático.
La moscovita Sofia Kovalevskaya (1850-1891) hizo grandes aportes a las ecuaciones diferenciales, desarrolló además investigaciones vinculadas a los anillos de Saturno y sobre la propagación de la luz. Por su trabajo Sobre el problema de la rotación de un cuerpo alrededor de un punto fijo, obtuvo el Premio Bordin de la Academia de Ciencias de París. Fue también escritora de ficción y obras de teatro, editora de una revista matemática, defensora de los derechos de las mujeres y -no sin dificultades- una de las primeras profesoras universitarias en Europa (en Suecia, para más precisiones). Alice Munro, premio Nobel de Literatura, se inspiró en sus periplos para escribir Demasiada felicidad, cuento que cierra el homónimo libro.
Y siguen las firmas… Alicia Boole Stott (Irlanda, 1860-1940) logró hacer valiosas contribuciones a la geometría en cuatro dimensiones; sin tener dinero, dicho sea de paso, ni acceso a educación formal. Interesada desde los 17 por los politopos regulares y semirregulares de cuatro dimensiones, diseñó fantásticos modelos de sus secciones. Emmy Noether (Alemania, 1882-1935) fue muy estimada por sus trabajos sobre los sistemas hipercomplejos, la teoría de la representación y, en general, sobre álgebra no conmutativa. Decisivo fue el aporte de Julia Bowman Robinson (1919-1985) para solucionar el Décimo Problema de Gilbert, una de las mayores cuestiones matemáticas del siglo pasado. Fue, valga la mención, la primera mujer en la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos; primera además en presidir la American Mathematical Society.
Otros nombres ineludibles: Philippa Garrett Fawcett (Inglaterra, 1868-1948), hija de la suffragette Millicent Fawcett. Hilda Phoebe Hudson (Inglaterra, 1881-1965), geómetra algebraica que trabajó especialmente las transformaciones de Cremona. Karen Uhlenbeck (Estados Unidos, 1942), ganadora del prestigioso premio Abel por sus logros en ecuaciones diferenciales parciales geométricas, teoría de gauge y sistemas integrables, y por el impacto fundamental de su trabajo en el análisis, la geometría y la física matemática. Ingrid Daubechies (Bélgica, 1954), primera mujer en presidir la Unión Matemática Internacional, especialista en ondículas.
Mención aparte para la descollante Maryam Mirzakhani, entendedora que la belleza de las matemáticas solo se muestra a sus seguidores más pacientes. Con calma y tenacidad, no solo elevó esa belleza: abrió el camino hacia nuevas fronteras con sus hallazgos, integrando métodos de la geometría algebraica, de la topología, de la teoría de la probabilidad… Entre sus trabajos más destacados, el estudio de los espacios de moduli de las superficies de Riemann, que la convirtió en digna ganadora del mayor y más codiciado premio de las matemáticas, la Medalla Fields, equivalente al Nobel en esta ciencia. Un momento rompedor, sin lugar a dudas: fue la primera mujer en recibirlo, en 2014, tras 8 décadas de historia del galardón. Murió demasiado pronto, a los 40, el 14 de julio de 2017.