La nueva colección de nouvelles de Stephen King, La sangre manda, se siente como un regreso. La novela corta es un geńero en el que se luce y en el que ha escrito verdaderos clásicos: todos los de Las cuatro estaciones (1982), por ejemplo, donde reunió “El cuerpo” (la adaptación al cine, Cuenta conmigo, también es una maravilla), la siniestra "Alumno aventajado", sobre un adolescente y su vecino nazi, "La redención de Shawshank", uno de sus mejores relatos carcelarios o la macabra "El método de la respiración", sobre un parto que no sale del todo bien. Las cuatro estaciones pertenece al período dorado de King, cuando casi todo lo que escribía era extraordinario, un momento de intensidad e intuición irrepetible; pero sus otras colecciones de nouvelles también tienen grandes momentos. Cuatro después de medianoche (1990) incluye esa perla de paranoia que es “La ventana secreta”, sobre un escritor y el hombre que lo acusa de plagio (y que, claro, no tiene piedad); Corazones en la Atlántida (1999) es un homenaje ambiguo de King a su generación, los baby boomers, y los relatos están relacionados con la guerra de Vietnam; en Todo oscuro, sin estrellas (2010) se destaca la pesadilla “1922”, uno de sus mejores relatos de horror “rural”.
La sangre manda recopila cuatro nouvelles que no están relacionadas entre sí, salvo porque piensan la muerte ya no con el pánico desatado en una novela como Cementerio de animales sino con cierta calma y mucha tristeza –sin ahorrar, por supuesto, los detalles macabros cuando son necesarios. Mejor empezar por la nouvelle más floja, la del título: “La sangre manda” es una aventura de Holly Gibney, la investigadora un poco desquiciada pero muy eficiente que King presentó en Mr. Mercedes (2014) y que hace poco hizo una aparición decisiva en la novela El visitante (2018). En su Nota de Autor final, King confiesa que ama a Holly, que siempre quiere volver a ella: “La sangre manda” es el primer relato que la tiene como protagonista exclusiva. Se entiende el romance con el personaje, que es delicioso, pero “La sangre manda” resulta repetitivo, muy similar a El visitante aunque sin la brillante reflexión sobre las apariencias de lo real de esa novela (y sin su ritmo). Hay una buena idea, parecida a la del cuento de Ray Bradbury “La multitud”, pero no mucho más.
Las otras tres nouvelles, en cambio, son un placer. “El teléfono del señor Harrigan” abusa un poco de la data que King maneja sobre celulares y nuevas tecnologías --resulta algo cándido en su asombro, lo que no es reprochable salvo porque le hace perder intensidad al relato-- pero incluso con esa objeción, la amistad entre un adolescente y un anciano avaro que fue financista y, retirado, se mudó a un pueblo de 600 habitantes en Maine es inquietante, tierna, tenebrosa, todo al mismo tiempo.
Craig, de 11 años, vive con su padre, amigo y protector: la madre ha muerto. El señor Harrigan, vecino millonario, contrata a Craig para que le lea dos o tres veces por semana. El viejo y el niño arman un vínculo distante pero, sin embargo, el lazo tiene una misteriosa fuerza que culmina en un regalo providencial: Craig le da al señor Harrigan un IPhone. El anciano al principio lo desprecia pero, con los días, se da cuenta de que hay un universo ahí, en la palma de su mano que incluso puede devolverlo al mundo de los negocios.
Todo parece desvanecerse cuando Harrigan muere. A Craig le duele mucho la muerte de su extraño compañero. En el funeral, como ofrenda final, le desliza el celular en el bolsillo del saco, para que lo entierren con ese regalo que marcó su relación (“su voz me resultaba tranquilizadora, la voz de la experiencia y el éxito, la voz, podría decirse, del abuelo que nunca había tenido”). Y una noche, porque es joven y porque busca un pinchazo de adrenalina o porque así lo quieren las fuerzas extrañas, Craig llama al teléfono que ahora está bajo tierra, con poca batería, muriendo junto a Harrigan. El teléfono suena y el muerto no atiende. Pero manda un mensaje de texto. Después del terror inicial, Craig se apropia de esta comunicación de ultratumba que se materializa como intercambio de favores. Y a pesar de que el terror está ahí, en ese diálogo imposible, el clima de la nouvelle es de melancolía, una reflexión sobre el duelo, sobre lo que no podemos dejar ir.
“La rata” es un clásico de King: nouvelle con protagonista escritor en plena crisis. Se trata de Drew, autor de cuentos que cuando intentó encarar una novela enloquece y, al incendiar el fallido manuscrito, casi le pegó a su casa, con la familia adentro. Ahora, sin embargo, cree tener una idea que va a funcionar y se va a la cabaña de su padre en los bosques de Maine, con una conexión endeble y una tormenta del norte que amenaza con aislarlo. En esa soledad, habrá un pacto fáustico. Lo más interesante de “La Rata” son algunos reflexiones de King sobre la escritura y el proceso creativo, deslizadas con gracia (también hay una ambigua referencia a Jonathan Franzen y una conferencia del autor que King asegura es ficticia, pero se puede adivinar una pequeña chicana). “’Cuando escribes el jefe es el libro’”, dice. “Si aminoraba la marcha, la narración se desdibujaría, como ocurre con los sueños al despertar."
“La vida de Chuck” es, sin duda, la mejor novela corta de La sangre manda y está entre lo más sensible y excéntrico que King ha escrito al menos en los últimos diez años. La historia, dividida en tres partes, se cuenta desde el final. La última-primera parte (“Acto III: ¡Gracias Chuck!”) describe lo que posiblemente es el fin del mundo. Internet está a punto de desvanecerse para siempre; ya nadie va a trabajar, los terremotos están hundiendo en el oceáno a California, no queda (casi) combustible y hasta entra en erupción un volcán en Alemania.
Mientras tanto, los desorientados protagonistas –que, sin embargo, han aceptado que solo queda la resignación-- ven por todas partes carteles publicitarios que despiden a un tal Charles Krantz donde le agradecen “39 magníficos años” como compañero y como padre. En el “Acto II: Músicos callejeros”, aparece Charles, nombrado con su diminutivo, Chuck. Lo que ocurre es sencillo y es hermoso: Chuck, vestido de traje, recién salido de una oficina, se cruza con unos músicos que tocan en la vereda. Y siente la necesidad vital de bailar, de dejar su maletín y dar una exhibición de su gracia y su sensualidad; el deseo de recuperar la juventud y las ganas perdidas.
Es una epifanía y es un momento mágico en la nouvelle que culmina en el “Acto I: Contengo multitudes” con el relato de la infancia de Chuck, la vida con sus abuelos en una casa con fantasmas, la conmoción cuando una profesora, la señorita Richards, lee a Walt Whitman y él entiende lo que significa “contengo multitudes”: cada uno de nosotros es un mundo y, cuando morimos, nos lo llevamos con nosotros. Lo que explica que, con su muerte a los 39 años, el mundo se derrumbe. O no. No es importante. “La vida de Chuck” es King en su mejor forma: con la capacidad de combinar distopía, cuento de fantasmas y relato epifánico bien de raíz realista norteamericana con una ternura palpable por los personajes, las vidas sencillas y amables, esos momentos en los que una canción, un recuerdo, un poeta son capaces de sacarnos del tedio de los días y enfrentarnos con la esquiva alegría.