Habitar la quietud es también empezar a bailar antes de transitar el movimiento. Existe una intimidad inclaudicable que acompaña a la joven bailarina Agathe Bonitzer en su rutina en París. Ella piensa la coreografía "Madre" de Isadora Duncan como una acción interna. Entiende que esa pieza no presenta grandes dificultades técnicas pero que es voraz en cuanto a las exigencias interpretativas. 

Fue en esa misma ciudad donde murieron lxs hijxs de Isadora en un accidente que lxs hundió para siempre en el Sena. La joven bailarina sólo sonríe cuando ve algunxs niñxs por la calle, el resto del tiempo se prepara para sus ensayos como si quisiera quedar impregnada por esa filosofía de la pérdida que en Duncan también puede entenderse como la agitación que implica derrumbarse y reconstruirse.

El film de Damien Manivel es silencioso y reconcentrado, casi tan tenue como la música de Études del compositor ruso Alexander Scriabin que inspiró a Isadora. Su narrativa se propone ir con esos cuerpos (los de las sucesivas bailarinas que interpretan la coreografía de Duncan) para leer el dolor desde el mismo lenguaje en que Isadora logró desarmarlo bajo una secuencia de desplazamientos.

Después de la muerte de sus hijxs Patrick y Beatrice (que tenían 6 y 4 años) la bailarina estadounidense lleva a escena el despojo de esos movimientos que contienen la vida. Los brazos que balancean un bebé, que abrazan o acarician se convierten en un trazado desolador. Las bailarinas en los sucesivos ensayos que la película estructura como secuencias que dialogan sin estridencias, saben que deben trabajar con esa ausencia y hacerla presente durante el movimiento. A Bonitzer le sigue Manon Carpentier, una joven con síndrome de down que entrena junto a la coreógrafa Marika Rizzi mientras establecen una suerte de amistad que enlaza datos de la biografía de Duncan.

El aporte que Duncan incorpora en la danza moderna tiene que ver con encontrar en una gestualidad cotidiana, en aquellas destrezas que no parecen pertenecer al orden de lo estético, la capacidad de conjugar un baile. En esta línea, la continuidad con el cuerpo de una espectadora que después de asistir a la función vuelve a la soledad de su casa para entrar en unos desplazamientos similares a los de "Madre", permite sostener ese lenguaje del dolor donde se encuentran las personas que han macerado las mismas experiencias.

Hay en Los hijos de Isadora el descubrimiento de una idea del duelo que es absolutamente corpórea. No hace falta decir mucho más. En la estructura del film las cuatro mujeres encarnan la coreografía de manera diferente. En Bonitzer lo profesional parece abrir el jardín de nuevos recursos para la joven bailarina que investiga, lee, busca material sobre Isadora convencida que en ese baile se sintetiza su existencia. Cuando esta misma pieza es ensayada por Carpentier vemos el pasaje que Rizzi realiza para provocar una instancia de aprendizaje, Rizzi estudió esta coreografía con una discípula de Isadora. Desde la dirección, Manivel no quiere que esta historia quede en un territorio de especialistas y busca otras corporalidades. Los movimientos son tan ancestrales, conectan con una gestualidad tan básica y espontánea, tan primaria en cada unx de nosotrxs que verlos en escena convertidos en una forma artística, nos lleva a descubrir un poder tan insospechado como titánico. La narración establece una tríada con el público. El proceso de identificación que se produce en Elsa Wolliaston implica continuar en ese idioma.

Esxs hijxs vuelven a estar en el cuerpo de la madre. Eso es un hijo muerto. Alguien que nunca puede irse, que se queda como una sensación pegada en la superficie, una máscara inmutable.

Los hijos de Isadora puede verse en la plataforma www.puentesdecine.com