Nunca es a quien no conociste sino a quien no podés olvidar, es una profecía ideal –con cadencia de bolero inconcluso– para pensar en la Diana (1961-1997) que no se conoce ni se olvida. Singularidad de los verbos para la mujer que ganó la atención del mundo y se convirtió más que en una celebridad, en una presencia.
Con cara triste apoyada sobre una de las valijas que llevará al internado, jugando frente a la cámara con un tapado enorme (futura inspiración para Margot Tenembaum) o bailando graciosa sacudiendo un trapo rojo, la infancia de Diana en filmaciones caseras vueltas espectáculo, cuartea el trance de la piel por encima de la piel, el enigma de su comisura doliente y de su mirada aviesa. Una mirada que promete la mártir que será, incapaz, por desobediencia inherente, de adecuarse a la misión que deberá cumplir.
El cuento sobre Diana es un cuento como los que nadie en su sano juicio, salvo Manuel Puig, puede contar, Puig y ella, o mejor, solo ella. Será por eso que vuelve a escucharse su voz en los documentales que la recuerdan cuando las efemérides se acumulan y su confesión sobre la simultaneidad del compromiso real y la bulimia se convierte en el mejor capítulo de una serie. No me quiero casar, les dijo a sus hermanas en la víspera después de ver la pulsera con iniciales entrelazadas que su novio había comprado para Camila; demasiado tarde, le dijeron, tu cara ya está en los repasadores de cocina. Nunca más cierto el recuerdo infantil de sus veinte peluches como única familia. Había escapado de una casa indiferente y manipuladora, donde su padre y un tío se apresuraron en certificar su virginidad cuando la corona se interesó en sus diecinueve años y estaba entrando en una peor.
Muchos años después y como uno de sus rasgos de modernidad como destaca Julie Burchill, entendió que la familia no es de dónde vienes, sino adónde eliges ir. En el recorrido de esa búsqueda, la noticia de la novia adolescente con pulóver celeste que intenta escaparse de la prensa en su Austin Mini Metro bermellón a la salida de la guardería en la que trabaja se enlaza con la de la noche trágica parisina. Una región de fugas perpetua, inquebrantable, que quiere, como la cierva blanca del poema de Borges, perderse en el oro de una tarde ilusoria en la agreste balada de la verde Inglaterra. Después de dos años sin bulimia y de llorar siete años de ira, el ímpetu de la protección desobediente le permitió sostener el silencio final antes del desquite. Un desquite que tiene su noche de gala a plena luz del día cuando ya separada (y después de haber escuchado que el palacio hablaba de ella con la malicia que sabía hacerlo: “Es una fábula de Diana, todo ocurrió en su imaginación debido a su enfermedad”) baja de un auto unas cuadras antes de llegar a destino, saluda luciendo el vestido perfecto y, en medio de la isla, sonríe como nadie. Un destello revolucionario que glamorosa –como Grace Kelly en ojo Hitchcock– arroja sobre el palacio, cuna suprema del esfuerzo permanente por reprimir lo que se siente.
Al cordero de sacrificio, lanzado como virgen desahuciada, y con la presunción de los verdugos, a los brazos de un príncipe burócrata, lo estaban esperando lxs niñxs, lxs desplazados del sistema y lxs enfermxs (a quienes les ofrecía sus manos sin recelo ni guantes) que reconocieron de inmediato la custodia angélica que eligió compartir después de haber vivido la crueldad de ser una princesa.