Hace poco más de una semana, el productor Haim Saban afirmó a Variety que su equipo creativo tiene guardada bajo siete llaves las bases de un tratamiento argumental que permitiría extender la saga Power Rangers hasta un total de seis entregas. Eso significa que la que llega esta semana a la cartelera nacional es la germinación de un universo cuyas ramificaciones se presumen frondosas, aunque el filo de la taquilla será, como casi siempre en la industria de Hollywood, el encargado de poner límites a la expansión. Esa condición seminal se traduce en un relato que funciona como un episodio de presentación de la serie original pero de una chiclosa duración de dos horas y un par de minutos, y no mucho más. La fórmula podría reducirse al delineamiento burocrático de los personajes seguida del contexto que los lleva a convertirse en los elegidos para salvaguardar la integridad del mundo, y una media hora final reservada para el habitual despliegue de acción tan grandilocuente como vaciado de sentido que impone el subgénero de los superhéroes.
Creada en 1993 y explotada desde entonces mediante series, reinicios, evoluciones y un par de largometrajes –el primero de ellos, que data de 1995, llegó a estrenarse en la Argentina–, la franquicia apuesta ahora a un borrón y cuenta nueva que, sin embargo, no va más allá de una lavada de cara audiovisual. Los protagonistas provienen, otra vez, de una típica high school movie, y se conocen durante una jornada de castigo. Igual que en El club de los cinco, pero sin la capacidad de interpelación emocional de John Hughes detrás. La galería es un menjurje de estereotipos sociales, culturales y étnicos: el mariscal de campo facherito y con capacidad de liderazgo aunque de pésimo rendimiento académico, el nerd afroamericano acostumbrado al bullying, la chica popular y divina que tiene onda con el primero, otra de ascendencia latina y con problemas de socialización (la estrellita pop Becky G.), y un último de ojos rasgados y con varios problemas familiares a cuestas.
Todos ellos darán con unas piedras enterradas hace millones de años justo debajo de su ciudad, cuyo uso les permitirá adquirir poderes sobrenaturales que deberán usar para combatir las intenciones mesiánicas de Rita, tal como les explica el líder Zordon (Bryan Cranston, en otro desesperado intento por dejar atrás a su Walter White de Breaking Bad) en la cueva subacuática (¿?) que funciona de base de operaciones. Todo lo anterior sucede en la primera hora. La segunda es la práctica de esas habilidades sólo alcanzables una vez que los cinco sean francos y honestos entre ellos, excusa ideal para una puesta en común de miedos y perspectivas digna de una sesión comunitaria de autoayuda, y la peleíta entre un monstruo de oro y un robot gigante sacado de Titanes del Pacífico. El problema es que el director es un tal Dean Israelite y no Guillermo Del Toro. El sentido de aventura y la mirada de niño grande del realizador mexicano le hubieran venido más que bien a estos Power Rangers demasiado parecidos a todos los superpoderosos que ya pasaron, y seguramente a los que vendrán.