El 1º de junio de 1988 el equilibrio personal de Carlos Jáuregui era azotado quizás por el golpe más duro que tuvo que enfrentar y que le dio un vuelco a su activismo. Su pareja, Pablo Azcona, fallecía de sida. Jáuregui aprendió poniendo el cuerpo, como siempre había hecho, la importancia de la igualdad de derechos: la familia de la persona con quien había compartido casi cuatro años de convivencia le reclamó el departamento que ambos habían sostenido como la pareja que fueron. Esa familia con la que Carlos se había llevado tan pero tan bien mientras Pablo vivía, ahora le reclamaba la vivienda sin importarle su destino a la intemperie. Con la muerte de su pareja, Carlos entró en un cono de tres años de introspección. La oscuridad afectaba su mundo personal y público: la falta de posibilidades laborales, la vuelta al anonimato luego de terminado su mandato en la CHA, la experiencia de quedar en el desamparo y sin vivienda provocaron en él un sentimiento de desolación. A César Cigliutti y Marcelo Ferreyra, pareja en ese entonces, Carlos le pidió vivir un tiempo en el departamento de la calle Paraná, propiedad de ellos que eran compañeros de militancia y amigos íntimos. Esos meses se transformaron en ocho intensos años.
Creo yo que César era quien cumplía un rol paterno con él, lo sostenía económicamente y gran parte de las discusiones eran entre ambos. Hacia fines de 1995, César cansado se peleó con Carlos y le dijo que busque un lugar para vivir. Recurrió a mí y lo invité a pasar dos meses en mi casa hasta que consiguiera algo fijo. Ahí comprendí la paciencia de César y el infierno de la vida cotidiana de Carlos. No tenía registro alguno de ciertas reglas de convivencia. Él tenía una vida precaria para todo lo propio, completamente desprendido de su cuerpo, y una entrega a la mera abnegación de la militancia. Eligió el activismo como una única inscripción de vida hasta sus últimos días.
Tanto Cigliutti como Ferreyra estaban totalmente abiertos con su departamento. Por “Paraná” circularon activistas de diferentes orientaciones y nacionalidades. Con certeza, distintos colectivos se encontraban allí para desarrollar proyectos comunes, que resultaron en experiencias de alta significación. Cada viernes a la noche cumplían, ritualmente, reuniones informales de discusión sobre objetivos y metodología de lucha, grupos de estudio y montajes de acciones callejeras. Como bien señaló en estos días, Ana Álvarez, para las primeras activistas travestis ser invitadas los viernes a Paraná fue una experiencia potencial de apertura. En este contexto parece poco, pero en ese momento fue un gesto enorme. Las travestis vivían esos meses pensando en ir los viernes a Paraná y quedarse a cenar. Era la primera vez que eran invitadas a la casa de alguien que no fuera las de sus compañeras o las de los clientes. Cigliutti fue el primero en abrirle la puerta a Lohana Berkins y a Nadia Echazú. Si bien Jáuregui era la cara visible de ese movimiento que se iba armando, él que se encargaba de la estructura material y la organización en esos primeros momentos, incluyendo la casa y comida, era Cigliutti.