Los dedos de Joâo Gilberto Noll pulsaban algo en el aire con una intensidad arrebatada, como si estuviera en el preámbulo de un concierto, a punto de tocar una pieza de su amado Bach. “No hay sentimiento más poderoso para la escritura que el de la elevación”, decía el escritor brasileño –que murió el lunes, a los 70 años, en su casa de Porto Alegre– con una dicción que preservaba la modulación sintáctica de su formación en el canto lírico; unas cuerdas vocales que se aceitaron en público al compás del “Ave María” de Schubert. A la vera del sinuoso camino de la existencia, un muchacho gaúcho, que entonces tenía 18 años, descubrió su vocación después del ramalazo que significó haber leído a Clarice Lispector. Locura, fascinación, convite a la libertad. La necesidad de ser escritor comenzó a flotar en el firmamento. El periodista desempleado que fue a los treinta y pico decidió encerrarse durante siete meses para escribir. El resultado de esa clausura y escritura frenética fue El ciego y la bailarina (1980), su primer libro de cuentos. El impacto que generó en la crítica y en los lectores fue creciendo novela tras novela, desde Bandoleros, pasando por Hotel Atlántico, Harmada, A cielo abierto y Lord, publicadas por Adriana Hidalgo. El tópico de la pulverización de la identidad, el viaje y la errancia tan voluntaria como incesante en busca de lo desconocido, un único personaje sin nombre ni atributos, el timón de un lenguaje poético construido con frases largas, atraviesan el universo narrativo de uno de los escritores contemporáneos más importantes de Brasil.
La literatura de Noll –reconocida en cinco ocasiones con el Premio Jabuti, uno de los más importantes en lengua portuguesa– abreva en la tradición de la introspección de Lispector, con la crudeza urbana de Rubem Fonseca, pero a su manera, con un estilo tan excéntrico como inclasificable, con más oraciones coordinadas que subordinadas; una sintaxis de extensión fluida y copiosa que manifiesta la urgencia en la deriva y el vagabundeo, como si el narrador necesitara decir todo al mismo tiempo para postergar el punto gramatical. Que es como aplazar la muerte o intentar retardarla. También se percibe la estela de la metafísica y del existencialismo, Jean-Paul Sartre y Albert Camus; algo de la prosa corrosiva de Thomas Bernhard y la descarnada filosofía de Samuel Beckett. El escritor -que nació el 15 de abril de 1946- tocaba el piano para acompañar el canto lírico durante su infancia. A los 15 años tuvo una fuerte crisis, que coincidió con el descubrimiento de su homosexualidad. Vivió en Río de Janeiro entre 1969 y 1986 y fue colaborador en los diarios Folha da Manhâ y Última Hora. El escritor y sus fantasmas de Ernesto Sabato fue “un libro primordial en mi vida de escritor para un chico que estaba fascinado con el existencialismo sartreano”, comentó Noll en septiembre de 2011, en el III Festival Internacional de Literatura Filba, en una de sus visitas al país.
“La literatura existe porque el sentimiento humano es muy insuficiente –planteaba a PáginaI12–. El ser humano coloca el lenguaje delante del mundo, o sea la invención, los mitos. Para Fernando Pessoa, el mito es ‘el todo que es nada’. La sensación que tengo es que con la invención estamos construyendo ese vacío pleno. Esta es la esencia de mi ficción: la necesidad de construir mitos para simular una presencia alentadora en este vacío existencial en que todo hombre está agobiado. Soy un escritor metafísico, pero me sentí muy culpable porque vengo de una generación con una fuerte formación marxista. Escribo porque me voy a morir y pienso que eso es una cosa horrorosa. Empecé a publicar en la década del ‘80, en un momento de la caída de las utopías. Si alguien quisiera analizar mis libros desde el canon político-ideológico, mi protagonista representa ese vacío de referencias éticas. Soy hijo de ese vacío”. La primera novela que se tradujo y publicó en Argentina fue Lord (2004), en la que un escritor con siete novelas publicadas –suerte de alter ego del propio autor– viaja a Gran Bretaña, invitado supuestamente para dar una serie de conferencias, aunque nunca queda claro cuál es el motivo de ese viaje. No sabe mucho más del asunto y tampoco parece importarle demasiado una vez que está en Londres. El personaje más que caminar por la ciudad parece andar a la deriva, sin rumbo ni brújula, sin anclajes que lo hagan detenerse en alguna parte y reposar.
“Mi narrativa es mucho más metafísica que psicológica. En mis protagonistas hay un deseo de fundirse, de ahogarse en todo y en todos en la ciudad. Y al mismo tiempo que hay una atracción visceral por el otro como vehículo de transformación, aparece la necesidad de la disolución”, afirmaba el escritor que publicó 18 libros y algunas de sus historias han sido llevadas al cine, como las novelas Hotel Atlántico y Harmada, dirigidas por Suzana Amaral y Maurice Capovilla respectivamente. “Me interesa expresar la crisis de este momento, y en ese sentido mi obsesión está en lo que llamo la ‘amnesia cultural’, la falta de memoria. Nuestra época está signada por el temor al Alzheimer, una enfermedad contemporánea que genera mucho miedo. Pero al mismo tiempo estamos sometidos por el instantaneísmo, el mundo rápido, ágil, simultáneo, y creo que para prevenirme de esto intento inocularme una vacuna contra este mal que nos está destruyendo”.
Noll aclaraba que no tenía un programa literario porque escribía con el inconsciente. “Nunca sé cómo van a terminar mis libros. Si lo supiera, no escribiría. ¿Para qué? Es el lenguaje que me guía; tiene un valor estructurante, produce el sentido y un tema. Comienzo a estructurar mis novelas a partir del lenguaje. Por eso no tenía programado hacer una obra que tratase de un mismo personaje. Escribo porque tengo una dificultad muy grande con la comunicación; mi literatura se hace desde esa dificultad –reconocía el escritor–. Mi estilo viene justamente de esta imposibilidad de la comunicación; es un estilo con una sintaxis muy dolorida”.